Hace ya muchos años, durante el último año de la administración del presidente Ernesto Zedillo, un funcionario de Pemex me contactó, por medio de un amigo mutuo, para colaborar en una revista que planeaban hacer.
Se trataba de contar historias sencillas, de gente simple. Es decir, relatar la vida de la “gente del pueblo”, pero de modo que la narración fuera emotiva e interesante; “que llegara”.
El proyecto me interesó desde todos los ángulos. Yo escribía en un pequeño semanario en el que me pagaban 400 pesos por artículo; en esta revista me prometían mil 500 por cada escrito, y yo publicaría cinco o seis por mes; un dinero nada despreciable para un recién egresado de la carrera de periodismo. «¿Tanto?», le pregunté a mi amigo. «Oh, es Pemex, tú déjate querer», me respondió.
Sin embargo, la parte que más me interesó fue la que me ofrecía la posibilidad de entrevistar a personas comunes. Incluso, trasladarme a pueblos del Estado de México, Tlaxcala, Puebla, a platicar con campesinos y contar sus vidas.
En la primera reunión que tuvimos, en uno de los últimos pisos de la Torre Pemex, el funcionario que fungiría como el verdadero poder detrás del trono (en este caso, detrás del director, que sería mi amigo), me dijo algo que recuerdo muy bien: “Las historias sencillas son siempre las mejores porque hablan de lo que todos conocemos, de cosas que a cualquiera le pueden pasar. Por eso Cien años de soledad ha sido un éxito: te habla del microuniverso donde todo ocurre sin salirse de sus límites geográficos”.
Yo estuve y sigo estando de acuerdo con este dicho: el diablo está en los detalles. Lo más interesante ocurre en un microuniverso.
Después supe que la revista tenía un trasfondo tramposo: quienes estaban detrás de ella pretendían mostrar lo “felices” que éramos los mexicanos gracias al PRI, considerando, sobre todo, que un tal Vicente Fox venía subiendo peligrosamente en las encuestas con rumbo a las elecciones del 2000.
De cualquier manera, la revista jamás se realizó. Todo se detuvo de un jalón. Una auditoría, que trataron de acallar pero que trascendió por méritos propios, reveló que existían desvíos millonarios de fondos provenientes del sindicato de trabajadores de Petróleos Mexicanos, mismos que fueron usados ilegalmente para financiar la campaña del candidato oficial, Francisco Labastida.
Este escándalo, ya con Vicente Fox en la Presidencia, se conocería como Pemexgate.
De todo esto me acordé al ver Roma (2018), la cinta de Alfonso Cuarón, que ha provocado lo mismo merecidos elogios que envidiosas e implacables críticas.
La cinta, ubicada en la colonia Roma de un Distrito Federal de clase media, que lo mismo mira hacia arriba, hacia las clases altas y rubias, que hacia abajo, a los barrios marginados poblados por cientos de seres de rostro anónimo, tiene la virtud del microcosmos: todo sucede –y suceden muchas cosas– sin salirse de los límites aparentes de la rutina diaria.
Desde la simpleza de la costumbre, desde los ojos inocentes y casi mudos de Cleo (Yalitza Aparicio), la empleada doméstica de una familia más o menos acomodada, se desenreda todo el mundo. Un mundo tan estrictamente pequeño que sus límites cotidianos son la cocina y el cuarto de servicio; un mundo cuyas fronteras, durante los días libres, se extiende hasta la Alameda Central y, a veces, cuando la ocasión lo amerita, hasta el pequeño infinito que puede ser Veracruz.
En efecto: el microcosmos funciona. Eso lo entendió García Márquez, y de hecho lo aprendió de la Comala de Juan Rulfo. Lo supo también Ibargüengoitia y su Cuévano (Guanajuato) de Estas ruinas que ves. También lo comprendió Sabines y su imaginaria Tarumba (ese personaje, ese lugar, ese tiempo).
De hecho, una buena cantidad de libros escritos por autores mexicanos poseen la misma virtud, la de los límites del microcosmos: Las batallas en el desierto (José Emilio Pacheco), Como agua para chocolate (Laura Esquivel) y Balún Canán (Rosario Castellanos), por ejemplo.
Para mí, que disfruto y me conmuevo más con la tragedia de Tacha al ver cómo el río se llevó a su vaca, la cual era una de sus pocas esperanzas (Es que somos muy pobres, Juan Rulfo) que con el apocalipsis que desatará el descubrimiento de un antiguo libro lleno de magia y hombres lobos, Roma, de Alfonso Cuarón, me parece una obra destinada a incluirse dentro de los grandes clásicos del cine nacional.
Ya lo dijo muy bien Jaime Sabines: “¡Danos, señor, la fe en el domingo, la confianza en las grasas para el pelo, y la limpieza de alma necesaria para mirar con alegría los días que vienen!”.
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Foto: AMACC.