El ombligo de la madre tierra, el temazcal cósmico, el inicio de todo, el Centro… el mágico, mítico, trágico, simpático Centro de la Tenochtitlan de todos que hoy, a ratos, pareciera ser el México de nadie. Origen y final, confluencia y punto de fuga, expulsor y destino, un trozo volcánico que resume este planeta mexicano.
Esta tierra, mi tierra, la nuestra, retiembla en su Centro, justo como dice el Himno. Retiembla en los marchantes y en los aboneros del Monte de Piedad, en los fieles que llegan a la Catedral y los ambulantes de Tepito, en los danzantes del Templo Mayor y los nuevos peregrinos que desde la Alameda llegan a la plancha donde una vez hubo un Zócalo en busca de todas las deidades cívicas y de ninguna. El Centro que hospeda museos y mariachis, mercados y mesones, el Centro que se reinventa para seguir siendo el mismo, ese sitio entrañable al que se teme y se adora, del que se reniega y se presume, retiembla bajo su propia fuerza.
Un pequeño espacio donde cabemos todos, el Centro se pinta de fiesta y se despinta de miedo para salir en la foto, pero también se engalana con orgullo milenario o se encierra en sus vecindades para ver pasar la tarde. El Centro de luchadores y sastres, de impresores y bandidos, de quinceañeras y merolicos, de joyeros y guías de turistas, de policías y tribus urbanas, cicatriz de un cordón umbilical que alimenta a sus cien razas y sus cien lenguajes; que escucha al cilindrero y al vendedor de tamales; que presume su origen universitario y hospeda una giganta; de Coyolxauhqui y Tlaltecuhtli; de comerciantes y políticos; de teponaztlis y rockeros; de protestas y conciertos; de fuego y de hielo; tuyo y mío; raíz del nopal elegido por un águila para darnos razón y sentido…
Espejo de un país que se contradice tanto como se reafirma, el punto mítico que origina la nación es muy nuestro, visítalo, recórrelo, vuélvelo tuyo porque lo es. Bienvenido al Centro. Aquí estamos, en el principio de nuestro caracol marino. Todo vuelve al Centro. Dejémoslo retemblar.