Nuestro periodo virreinal duró casi tres siglos e influyó determinantemente en lo que somos. Extrañamente, existe una desatención enorme a los sucesos de esa época que formaron una parte esencial —para bien y para mal— de nuestra personalidad. Por razones dignas de psicólogo, hemos cerrado la voz y el entendimiento a conocer aquellos decenios de integración social, de superposición de religiones, de formación del carácter del país, de adquisición de tradiciones y vicios, de inserción de miedos y festejos, de creación de México.
Como si se lo hubiera tragado la tierra, el periodo virreinal recibe apenas algunas menciones en nuestra historia donde descubrimos algunas aportaciones luminosas, entre las que destacan las de Juana Inés de la Cruz, quizá Juan Ruiz de Alarcón, Primo de Verdad, Carlos de Sigüenza y Góngora, Melchor de Talamantes y algunos más, pero de la impresionante riqueza del periodo tenemos huecos enormes, lagos más grandes que Chapala, que convendría recordar para enriquecer nuestro bagaje.
Hace algunos años integramos un volumen espectacular Los personajes del virreinato donde aprendimos de historias excepcionales, heroicas, aportaciones científicas y artísticas que no deberían limitarnos a hablar solo de unos pocos. Por supuesto que son historias de luz y sombra que pueden ser cuestionadas —como las de cualquier ser humano—, pero donde destacan el valor y el arte, la técnica y la belleza que aún ahora adornan nuestras calles o bautizan caminos que recorremos sin saber quién es el personaje que dio nombre a una ciudad, a una bahía, a un cerro.
Más allá del conflicto que provocan las luchas de la fe, existen historias de misioneros que deberíamos disfrutar, verdaderas epopeyas por los desiertos y selvas de nuestro país. Trabajos como los de Eusebio Kino o Thomas de Guadalaxara (así, con X). En el arte están las maravillosas pinturas de Villalpando, de Diego de Cuentas, las letras de Cayetano Cabrera o de María Anna Águeda de San Ignacio, la música de Juan Gutiérrez de Padilla, Ana María de los Ángeles y las primeras obras de teatro escritas por mujeres, y muchos otros personajes célebres.
Entre los exploradores que abrieron caminos hacia el norte y el occidente, valdría la pena destacar a Juan de Oñate, a Álvar Núñez Cabeza de Vaca, a Diego de Montemayor, Juan de Ugarte y muchos fundadores de nuestras ciudades en el norte. Y podríamos seguir ennumerando historias. Hay mucho por aprender de las aportaciones a la metalurgia de Bartolomé de Medina, la medicina de Alonso López de Hinojosos, los errores de Enrico Martínez.
Y, por supuesto, hay historias tristes como la de Tomás Treviño de Sobremonte, proyectos de investigación sobre vidas perdidas en el pasado, homenajes pendientes a los primeros que vislumbraron la posibilide de ser un país independiente, o aquellos indígenas que nunca se sometieron. Este periodo histórico tiene aún mucho por aportar, si queremos abrirnos a sus luces.
Así que de allá venimos, aunque algunos lo nieguen. Nos dejaron huellas enormes y grietas profundas, pero voltear a ver en otra dirección no ayudará a apreciar la fortaleza de este país maravilloso. Anímate a conocer nuestro pasado.