Siempre he sentido curiosidad por el pasado. Me intriga saber qué existió hace cuarenta o cincuenta años justo en el lugar donde me encuentro hoy. ¿Qué había antes de que esta casa existiera? Donde ahora se levanta aquel edificio, ¿qué había? ¿Qué personas vivieron aquí, qué animales habitaron este sitio? ¿Hubo asentamientos prehispánicos, animales prehistóricos, tal vez dinosaurios?
A todos los lugares a los que voy me lo pregunto, por eso me maravillo al descubrir la historia de las construcciones, los motivos de los nombres de las calles y colonias, saber que cierta personalidad de cine o de la política habitó tal lugar. Por ello también es que me sorprende continuamente la delegación o alcaldía de la Magdalena Contreras, donde siempre he vivido.
Hace 50 años, este lugar de congestionamientos viales diarios estaba ocupado por extensos montes arbolados. La canción de Lucha Reyes lo describía muy bien: “Caminito de Contreras, subidita del Ajusco, en las verdes magueyeras…”.
Este sitio era –lo es todavía– la falda de imponentes y bellísimos cerros. Por un lado, el Ajusco, por el otro, la zona de Los Dinamos, que tanto auge tomó desde la época de Porfirio Díaz gracias a los generadores de electricidad que se valían del Río Magdalena para surtir energía a las fábricas de La Magdalena, El Águila Mexicana, Tizapán, Santa Teresa y Loreto. La fábrica de Tizapán, por cierto, se volvería célebre gracias a la férrea huelga que sus trabajadores declararon como protesta a las condiciones inhumanas en la que los dueños los obligaban a laborar. Este hecho inspiró dolorosamente al estadounidense John Kenneth Turner, quien, en su libro México bárbaro, afirmó que, excepto en Valle Nacional, Oaxaca, nunca había visto la huella del hambre tan marcada en los rostros de la gente como la vio en los trabajadores de Tizapán.
El río también sirvió de inspiración a Juventino Rosas para componer su Vals sobre las olas. En efecto, mientras se encontraba de vacaciones cerca de la fábrica de casimires El Águila (actualmente convertida en foro cultural), el sonido del Río Magdalena le regaló la inspiración.
De Juventino pueden decirse tantas cosas. Por ejemplo, que, a pesar del éxito que alcanzó, la pobreza era su marca de nacimiento y contra eso nada pudo hacer. Cuando el presidente Porfirio Díaz le regaló un piano como reconocimiento por su obra, se vio en la necesidad de venderlo para pagar sus muchas deudas. También por necesidad vendió los derechos de su inolvidable vals a la casa Wagner & Lieven, la cual le pagó la grandiosa cantidad de 45 pesos.
Volviendo a la zona, es justo decir que lleva el nombre de Magdalena Contreras gracias a los frailes franciscanos y dominicos que llegaron a realizar su labor evangelizadora en el siglo XVII. Ellos fueron quienes eligieron a Santa María Magdalena como patrona y protectora de toda el área. Por su parte, uno de los ricos dueños de alguna de las fábricas, un tal Tomás Contreras, donó una escultura de madera de tamaño natural que representaba a Cristo, misma que fue llamada “El Señor de Contreras”. Muy pronto, esta imagen cosechó fama de milagrosa, al grado que fue trasladada al Convento de El Carmen, en San Ángel, donde todavía se encuentra.
Este rincón de la ciudad sigue siendo famoso por su pulque (los vecinos dicen que subir a Los Dinamos y no pasar por el puesto de Don Luigi es sacrilegio), por sus abundantes huertas, por sus lomas, riachuelos y cañadas. Flanqueado por el otro lado, se levanta el Cerro del Judío (Mazatepetl o Cerro del Venado es su nombre original). En su cima se encuentra una pirámide: un vestigio de los tiempos chichimecas, mismo que los mexicas utilizaron como observatorio para tener vigilados desde ahí a todos los grupos que entraran o salieran del Valle). Gracias a esto, los alrededores se consideran zonas arqueológicas. Yo mismo he hallado pequeños ídolos al escarbar en mi jardín. Aseguran quienes habitan en zonas más altas que en cierto lugar, más allá de la pirámide, existe una escultura del dios Tláloc, de casi cuatro metros de altura por tres de largo, pero que una peligrosa banda local impide el paso.
En el atrio de la iglesia de San Bernabé Ocotepec hay un vestigio de juego de pelota, así como una urna ceremonial de piedra, ambas de origen prehispánico. En la sacristía se conservan algunos códices. Según cuentan los vecinos más antiguos, hace unos 55 años, en un predio ubicado sobre Avenida San Jerónimo, no lejos de donde hoy se levanta la Supervía Poniente, los albañiles que realizaban los cimientos de una nueva casa se toparon con un esqueleto completo de mamut.
Hace poco más de 40 años, según me cuenta mi papá, el lugar aún era tranquilo. Las avenidas, que en ese entonces eran nuevas o en construcción, se encontraban razonablemente vacías. No era difícil encontrar niños jugando en la calle. Aún se podía ver un tímido riachuelo corriendo al aire libre, así como conejos, luciérnagas, caballitos del diablo y diversos tipos de roedores y mamíferos pequeños.
A partir de 1970, la zona recibió un decidido impulso. Uno de los vecinos más célebres alcanzó la Presidencia. Luis Echeverría apoyó la modernización y, como si se tratara de un potente imán, políticos, empresarios y actores se mudaron cerca de él. Resultaba más o menos frecuente toparse con un poderoso político en el supermercado o con un famoso actor o una rubia actriz que acudían al mercado sobre ruedas, o bien tener de compañero de escuela (de monjas, desde luego) a los hijos de un influyente personaje del mundo financiero o de la farándula. En 1994, otro vecino llegaría a la Silla Grande: Ernesto Zedillo, quien tenía su morada en la calle de Cruz Verde.
Antes, décadas atrás, cuando el cerro estaba apenas salpicado por algunas casas, a los habitantes del lugar se les conocía como Los Brujos de San Jerónimo. Esto se debía a que, al no contar con electricidad, los vecinos usaban velas o lámparas de petróleo para alumbrarse. Estas flamas, de noche y desde lejos, hacían volar la imaginación de quienes vivían en Tizapán o San Ángel, que aseguraban que esas lucecitas se trataban de las míticas bolas de fuego que indicaban que había por ahí, escondido, un gran tesoro, o bien que eran las malévolas brujas que planeaban robarse a los recién nacidos, por lo cual había que colocar tijeras abiertas debajo de la cuna del bebé.
La gente solía venir a Contreras en busca de un relajante paseo dominical o una excursión al campo. Venían a comprar frutas de las muchas huertas que existían alrededor. La Guía de la ciudad y Valle de México, de 1927, indicaba que “En San Ángel, hasta donde hay camiones y tranvías, puede hallarse fácilmente un coche o automóvil que conduzca a Contreras por un precio no mayor a cincuenta centavos por persona”. Los vecinos de antes recordaban al siempre sonriente Víctor Manuel Mendoza, quien vivía muy cerca de la sede delegacional, o al siempre bohemio José Alfredo Jiménez “portereando” en uno de los tantos equipos de futbol llanero del lugar.
En 1942, el nombre de uno de los pueblos cambió como un modo de protesta ante la guerra, pero también de alabanza ante la vida. Oficialmente, dejó de llamarse San Jerónimo Aculco para recibir el de San Jerónimo Lídice, en honor a un poblado de Checoslovaquia (hoy República Checa) que fue borrado del mapa por orden de Hitler, como una venganza por la muerte del oficial Reinhard Heydrich.
Lídice fue honrado en el Distrito Federal cuando no habían pasado ni tres meses de la masacre, en la que fueron asesinadas 340 personas entre hombres, mujeres y niños (solo se salvaron un puñado de infantes, a quienes, por sus características físicas, se les llevó a Alemania para su “arianización”. Es decir, para lavarles el cerebro e inculcarles la terrible ideología nazi).
Vale decir que no solo el pueblo de Aculco recibió el sonoro nombre de Lídice. También un teatro, una escuela, un hospital y, ahora, un mural en honor a las víctimas, localizado precisamente en la Plaza Lídice, a un costado de la Escuela Superior de Guerra. También Venezuela, Panamá y Brasil se unieron a la iniciativa. El pueblo original fue reconstruido en 1949.
En los años 80, aún abundaban en San Jerónimo los terrenos sin fincar. Extensos territorios habitados por grillos, mariposas, culebras, sapos y alacranes. Incluso, no era de extrañar toparse con vacas, borregos y caballos que pastaban en cualquier espacio verde, junto a las grandes casas o a los nuevos y lujosos condominios habitados por Héctor Suárez, Verónica Castro o Luis Miguel.
Hoy, el tráfico monumental de los cientos de autos que van y vienen a Santa Fe todos los días hace imposible creer en todo esto. Pero es verdad. Aquí, donde hoy nacen edificios de dudosa procedencia con la misma rapidez que crece un hongo, aún se escucha, si se pone atención, las últimas notas del contaminado Río Magdalena que nos recuerda el pasado tan remoto de este hermoso lugar.
Fotos:
- «Río Magdalena (Los Dinamos)» por Esparta Palma, CC BY 2.0.
- «Creek (Los Dinamos)» por Esparta Palma, CC BY 2.0.