Los chefs mexicanos se cotizan hoy entre los más sofisticados, innovadores y variados del mundo. Sus recetas sorprenden, enamoran, atraen a comensales del extranjero que anticipan una cena de primer nivel y han convertido a muchos de esos especialistas en verdaderas estrellas de la cocina. ¡Quién lo dijera! Hoy la cocina no es más un sitio de rechazo sino un espacio creativo fundamental.
Sin embargo, y sin demeritar a estas y estos artistas, habría que decir que, así como los boxeadores siempre repiten “todo se lo debo a mi manager”, los y las chefs deben mucho de su sazón a las cocineras de pueblo, a las abuelas que por generaciones pasaron horas en la cocina, a las tías que inventaban combinaciones hasta convertir en un manjar las hierbas que se les atraviesan en el camino.
Vaya pues, un homenaje a Doña Trinidad, tarahumara, quien heredó la costumbre de hacer unos sopes mágicos que saben a gloria; a Doña Ruper, de Tenancingo, cuyos tamales son a la vez una bendición y un pecado; a Don Jaime, hidalguense, que en un agujero preparaba un mixiote de carnero capaz de conducir a la perdición por gula. Sin ellos, sin ellas, la cocina mexicana sería poca cosa.
Tal vez en este punto de la lectura algunos de ustedes piensen que esta es una inútil afirmación, inútil por obvia; sin embargo, me parece que el trabajo de muchos estados, como Guanajuato, Michoacán, Yucatán y Jalisco, recuperando las recetas tradicionales, reconociendo a las cocineras tradicionales y los cocineros de pueblo, dándoles un espacio, tiene un valor fundamental que va más allá de la simple felicitación. Han logrado el lujo de invitarnos a regresar a las cocinas, a recuperar la receta del champurrado de la bisabuela, a que investiguemos qué le pone Josefina a las enfrijoladas, que saben a bendición celestial, a entender por qué aquellas monjitas pasaban una tarde entera haciendo galletas con anís, a llegar a los fogones en la playa donde los pescadores fríen un inigualable pescado.
Cuando aplaudimos, al mismo tiempo abrimos la puerta a nuevas innovaciones, mostramos a los jóvenes que su país reconocerá sus aciertos sin importar el lugar donde los desarrollen. Asegurará que las próximas generaciones no se conformen con el mole de siempre sino descubran las nuevas fusiones y las alternativas culinarias para los nopales, para el epazote, para el maíz. Hará que conmemoremos nuestros pasos por las estufas nacionales, prietas de tanto inventar exquisiteces.
Te invitamos, pues, a ser un promotor y un descubridor de nuevos platillos inventados en México y a probar algunos que no han sido tan aplaudidos, como la cochinita pibil o la birria. ¿Has saboreado los chanchamitos en salsa, tabasqueños?, ¿los caballeros pobres, de Yucatán?, ¿la olla tapada, de Ocosingo?, ¿el pozol especial, de Campeche? Y eso que sólo he mencionado algunas novedades del sureste, nos faltarían páginas enteras para enumerar sopas, platos fuertes, postres, bebidas y antojitos de todo el país y de cocineros de origen mexicano que están en el extranjero.
Con moderación, pero con apasionado cariño, vayamos a los pueblos, son las mejores escuelas de cocina, con una creatividad que ya quisiera la Academia Cordon Bleu de Paris. Y, además de recetas, de trucos para que no se pegue la carne, de inventos simples que vuelven mágico un platillo, aprenderás del pasado, de chismes del siglo XIX, de leyendas, de cuentos y hasta poemas, mientras preparas tortillas caseras o inventas un nuevo zacahuil. En la cocina, gracias a sus olores mágicos, se enredan amores y se desenredan dramas, se fraguan romances y se sazonan rumores, se construye un país que sabe a gloria, una gloria perfecta que te sugiero acompañar con un tequila y un trozo de aguacate. Mexicanos, por supuesto.