No sé si estemos faltos de cariño, pero cada vez que uno de nuestros “seres queridos” (desde el taquero de la esquina hasta mi compañera del kínder) llegan de un viaje, aunque apenas hayan pasado una noche fuera, los cuates realizamos un jolgorio equivalente a un festejo matrimonial.
Extraña y sabrosa costumbre la nuestra, la de arrojar por la ventana toda la quincena para celebrar a los recién llegados, sin importar la causa de su alejamiento. ¿Se fue la nena a Baltimore a visitar a sus padrinos que andan de indocumentados?… Fiesta a su regreso. ¿Tobías regresó de tomar un curso de acupuntura en Cuautla?… Magna celebración. ¿Soltaron a Bernabé, tras doce horas de encierro por manejar alcoholizado?… Festejo casi bicentenario. ¿Tarsicia fue “a dar a luz” (¿Cómo se dará la luz?) a Irapuato?… Para ella y pal chamaco, un mega guateque.
Cada despedida abre un preámbulo para la bienvenida por venir, porque nos encanta eso de los abrazos, los apapachos, los llantos exorbitantes, las flores y los carteles con diamantina (¡Te extrañamos chorros … manita!). A eso hay que agregarle la recepción con mariachis, o de perdis un trío de cuates, la insoportable tradición de sentarse en la sala a ver las fotos desenfocadas de la expedición a San Torcuato de los Magueyes, los llaveritos de recuerdo que nos trajo el recién llegado, las ganas de arrejuntarse de nuevo como si el familiar no se hubiera ido nunca…
¿Dónde andabas, criatura?
Contra lo que se pudiera pensar, al mexicano le encanta viajar y yo supongo que es porque le encanta volver. El regreso es una especie de medicina contra el desamparo, porque reconstruye amistades agrietadas y ayuda a olvidar discrepancias que, tras unos días de alejamiento, parecen absurdas. Nuestros aeropuertos (y las terminales de camión, porque de tren ya casi no hay) son auténticos recintos sagrados donde los vecinos, los cuates de la facultad, las amigas de mi mamá y hasta los exmaridos se reúnen para ver llegar al aparecido, como a Moisés a la vuelta de Egipto. Surgen las porras, las matracas y los osos de peluche de dos metros, para mostrar a quien se fue que no debió haberse ido nunca. Hasta la abuela se levanta de su lecho de moribunda para ir, con su tanque de oxígeno y su delantal nuevo, a recoger a Macadamia que vuelve sonriente y sospechosa, como que la chamaca le dio vuelo a la hilacha en las otras tierras. Mezclados en la antesala de los apachurrones, los sobrinos pelean para ver quién descubre primero al primo Nicéforo, que llega con el pelo pintado de chicozapote; la espera calienta los ánimos y las pasiones contenidas, las muchachas se arreglan el rimel por octava vez, los galanes van al baño a echarle agua a las flores que ya se están marchitando y la mamá sigue rezando porque, según ella, rezar nunca está de más. Finalmente, aparece el iluminado y el mundo se reconstruye en abrazos eternos. “Bienvenido” es una palabra muy sabrosa que nos llena la boca.
Loa a los recién llegados
No somos afectos a los desprendimientos y lo mostramos con desmesura cuando los viajeros vienen de regreso.
–Me tenías con un agujero en el corazón.
–Estás más llenito, se ve que le entraste con enjundia a la paella.
–Mira los novios, regresaron bien blancos, después de todo lo que pagamos por su crucero a Bahamas y no se asolearon nadita.
–¡Qué bueno que llegates, mijo!
–Se dice llegastes, jefa.
–¿Te alcanzó el dinero, Juvenal?
–¿Seguro que te portaste bien, Jacinto? Confiesa; mira que te está viendo la virgencita.
–¿Ganaste mucho en Las Vegas?
–¡Uy! Muchísimo.
–¿Paseaste mucho en tus quince años, nena? ¿Te llevaron a bailar a Viena?
–Yo fui la que me bailé a los cadetes.
De todo se escucha en las bienvenidas, mientras uno de los tíos se pone atento con el equipaje, no vaya a desaparecer justo el que trae las orejas de mikimaus. La procesión continúa hasta la casa, donde no habrá mañana para demostrar cariño. ¿Será que de verdad los extrañamos tanto? ¿O será que el evento rompe la rutina y vamos a la fiesta porque “a una gorra, ni quien le corra”?
Lo grave de esta destructiva tradición es que motiva a la gente a seguirse yendo, porque nunca se han sentido más queridos que en ese momento, como si fueran el hijo pródigo; nunca, como en esos instantes, han sido el centro de atención y, por supuesto, lo bueno crea adicción (lo malo también). Por eso, tras cuatro horas de convivio y después de los chilaquiles, se escucha la voz trémula y aguardientosa de Josefina avisando que se encontró un galán turco en Nicaragua y que ahora están pensando irse juntos a trepar cerros en Colombia. No le importó, a la condenada, que el pago del festejo fuera cubierto por el novio abandonado quien ya piensa en el suicidio por alcohol. No todo lo que llega, tras un viaje, son buenas noticias; los viajes ilustran y, al parecer, la maldita Josefina regresó muy “ilustrada”.
Pero, en fin, unos llegan y otros ven llegar, todos envueltos en un mexicanísimo muégano estruendoso, al que le gusta gritar sus amores. Viajar, no cabe duda, es el arte de inventar regresos. Voy y vengo.