Es más que evidente que, para cambiar a México, los caminos a elegir son innumerables. Sin embargo, eso de avanzar de común acuerdo parece que nos da urticaria.
Cada reunión de tres personas aporta cinco opciones; cada problema tiene catorce soluciones; cada quien poseemos, casi de manera exclusiva, la brújula de la verdad y la salvación para un país que necesita más trabajo que propuestas y más colaboración que descalificación. A ratos deberíamos reconocer que las discrepancias no son poca cosa, pero también que caminar sin los otros es imposible. Ocupados en denostar, en agredir, en destruir, poco hacemos para encontrar opciones conjuntas para ser –y sentirnos ambos– parte de la solución.
Todos fingimos ser democráticos cuando ganamos pero despotricamos contra el sistema cuando perdemos; somos muy mexicanos en cosas no tan importantes, pero en realidad sentimos tener poco en común, quizá con excepción de la comida, los mariachis y una que otra cosa más; pedimos solidaridad en esta dirección y el fuego eterno hacia el contrincante. El país parece no ser motivo suficiente para conciliar intereses.
Quizá habrá que partir del hecho de que los pobres no se acabarán, que los ricos no dejarán de existir, que los de izquierda, los de derecha, los tímidos, los anarquistas, los resentidos, los religiosos, los inútiles, los snob, los ecologistas, los desinteresados y los apáticos viven en la misma ciudad, en la misma calle, están ahí, ocupando un espacio social al que no se le puede dar la vuelta. Aún sentimos que la diversidad es un pecado, una enfermedad, tal vez influidos por el sistema educativo nacional que durante medio siglo nos quiso cortar en el mismo molde y creó un estereotipo monolítico que no dejaba espacios para las diferencias. Los indios son los indios, los negros son los negros, los gays son los gays, los mochos son los mochos, el nosotros queda así diluido hasta el exceso, un exceso lamentable.
Por otro lado, los gobernantes poco ayudan. En un Estado como el nuestro, el centro neurálgico de la vida democrática lo constituye el Congreso, punto focal de aportación comunitaria y de negociación colectiva. Sin embargo, nuestros representantes suelen estar en un nivel de apreciación tan bajo como los criminales, entre otras cosas porque construyen su prestigio sobre la base del desprestigio ajeno para hacernos voltear en su dirección pero conformándose con ser vistos como el menos peor y casi nunca como una opción inteligente. El resto está conformado por personas peligrosas, desagradables, incómodas, por lo que es mejor quedarse en casa. Mientras no se recupere ese espacio fundamental, para que quienes pensamos diferente podamos debatir, negociar, transigir y optar de manera grupal –aceptada por igual por los que ganan y los que pierdan–, seguiremos viviendo en el peor escenario de la democracia, aquel donde es absurdo hablar y lo único que obtenemos son detractores que exigen muerte inmediata por el pecado de ejercer el derecho a opinar.
Y algo similar sucede en las calles, donde parece que todos queremos ejercer nuestra propia justicia, sin reconocer la imposibilidad de atentar contra los derechos de los otros alegando nuestros propios dolores. No hay derechos de primera y de segunda; la ley de la calle no puede ser la ley de la selva. Y mientras la ley común siga siendo vejada, olvidada, acusada por nuestros miedos y relegada a exigir su imposición solamente hacia los demás, no podrá estar por encima de filias y fobias, como en cualquier sociedad, y ser considerada la herramienta esencial de la convivencia ciudadana. Mientras los pecados de unos justifiquen la inacción de otros, mientras las fallas ajenas me den la oportunidad de excusar mis defectos, mientras exija el cumplimiento de la ley sobre los otros pero no sobre mí o mis amigos, tendremos pocas opciones de futuro.
Apertura, voluntad para escuchar, ganas por encontrar la verdad en las frases ajenas, podrían ser medicinas adecuadas. Medicinas que nos urgen, porque no es posible sanar solo una parte del cuerpo.