El caso de Emiliano Zapata es por demás sugestivo. Nació en Anenecuilco, Morelos, el 8 de agosto de 1879 y murió en Chinameca, Morelos, el 10 de abril de 1919. En septiembre de 1909 asumió un compromiso personal e histórico, que para cumplirlo, se integró a la guerra: velar por los intereses comunes de su gente, siendo lo más importante avalar los derechos agrarios y guardar sus testimonios de propiedad. Fue hijo de Gabriel Zapata y Cleofas Salazar, e hijo, a su vez, de aquel pueblo, donde los anenecuilquenses, como locales de otras comunidades, integraban una gran familia que respondía solidariamente cuando las circunstancias amenazaban su existencia.
Su ser contrastante, surgido desde que se sumó a la Revolución, en marzo de 1911, acaudillando una causa agrarista en su estado, hasta el día que murió, continúa siendo para muchos un enigma y tema inagotable de estudio.
El fusil y la pluma apuntaron en su contra cuando Emiliano vivía y luego, tras su asesinato, otras versiones escritas acarrearon el simbolismo, el mito y la leyenda generalmente en favor suyo, haciéndole un monumento, como si esas plumas fueran cinceles. Sucedió así la metamorfosis del hombre al monstruo y después hubo una catarsis que, purificando a aquel jefe local, lo elevó a la cumbre de héroe nacional. En los últimos días del régimen porfiriano, se le llamó “rebelde”, como a todo el que se levantó en armas. La subestimación mayor llegó luego, cuando los gobiernos posteriores no lograron que Zapata abandonara la lucha. La calumnia fue un arma y medio de lucro para muchos que llevaron el encono y ataque a lo más álgido.
La producción histórica que lo devaluó entre 1911 y 1919, fue notablemente parcial en tanto sus enemigos eran más ajenos al fondo del problema agrario en México. Fruto de una leyenda negra, creada mediante la caricatura, la prensa y otros escritos, se condenó a Zapata por atentar contra los intereses de la minoría terrateniente en Morelos, así como por la fuerza que adquirió conforme se le unió más gente del estado y de las entidades circunvecinas, aunque sí hubo unos algunos escritores, muy pocos, que empezaron a exaltarlo por la causa que sostenía y su insistencia en que se hiciera justicia al campesinado. Fue en 1911 cuando surgió uno de muchos epítetos, el famoso “Atila del Sur”. Una extraordinaria cualidad del hombre, que llama sobremanera la atención, es entonces el personaje en que se transformó después de ser baleado… Emiliano Zapata Salazar murió y no murió.
Muchos morelenses mantuvieron la esperanza de que “Miliano” regresaría; idearon su ser inmortal y le dieron rasgos míticos, maravillosos, singularidades en su aspecto físico y personalidad. Por ejemplo, decían que cuando nació tenía “una manita” en la espalda y que sus padres creyeron que era “una señal”. Aseguraban que de niño, al ver llorar a su padre porque los hacendados habían quitado terreno al pueblo, prometió que ya grande devolvería la tierra.
Así, del mito generado en Anenecuilco se pasó a la leyenda, a la historia escrita que se habría de leer.
En líneas escritas, Zapata tiene cualidades extraordinarias: concebido como mártir y santo, destinado providencialmente a acaudillar la lucha de todos los campesinos del país. Su estatura alcanza la de Hidalgo, Morelos, Juárez. Como un Robin Hood robó a los ricos para repartir el dinero entre familias pobres. Se le recuerda por su elegancia y dotes de buen charro, el gusto de bailar en “chaparreras” con el caballo bien amaestrado.
La figura de Emiliano Zapata está viva en un cúmulo de corridos; plasmada en el arte de la Revolución y el actual, en la escultura, pintura, novela, poesía, cuento, teatro, cine; como personaje central en diversos tipos de materiales históricos, que datan de los años de guerra, después de ellos y aún en los más recientes. El nombre de Zapata se encuentra también en las cosas vacías, frías, que no dicen mucho: desde las obligadas denominaciones de múltiples avenidas y calles, en conjuntos habitacionales y un grupo musical de rock, hasta en el lenguaje demagógico de nuestros gobernantes.
Y si se le preserva en la memoria histórica ligada al mito, la tradición de legitimar al hombre de carne y hueso ha superado aquel carácter. Ni el hombre, ni el símbolo Zapata, tampoco la causa, pueden ser desprendidos de sus circunstancias históricas; corresponden a la realidad pasada, pero continúan siendo tema de discusión y ejemplo de lucha. Emiliano y su bandera no pierden vigencia. Más allá de los datos del pasado perviven en la mente y en el corazón de los campesinos. Los movimientos agraristas y organizaciones rurales en México los han tenido presentes, dándoles actualidad, así como un sentido genuino y auténtico.
El problema de la tierra, el de las comunidades agrarias en éste nuestro México, es el más grave e indigno del proceso histórico nacional. La fuerza
del zapatismo, desvanecida durante décadas, se ha recuperado en otras guerras locales, estatales y regionales, como la de Chiapas y ha sido rescatada por otros hombres que la acaudillan con la misma bandera: la de la tierra, libertad y la justicia para los campesinos.
Lee el artículo completo en nuestro número 15.
http://www.mexicanisimo.com.mx/tienda/numero-15/#revista-15