El 9 de diciembre se cumplirá un aniversario más del día en que la Estatua Ecuestre de Carlos IV fue simbólicamente develada, en 1796. ¿Por qué simbólicamente? Porque primero se inauguró una copia y, años después, la original. Veamos.
Ubicado en la Plaza Manuel Tolsá, al frente del antiguo Palacio de la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas, recinto que hoy alberga el Munal, “El Caballito” es una estatua de aleación de cobre creada en honor a don Carlos Antonio Pascual Francisco Javier Juan Nepomuceno José Januario Serafín Diego de Borbónrey, para más señas, Carlos IV de España (1748-1819).
A pesar de la altivez que la efigie muestra, el rey, a quien apodaba “El Cazador”, tenía más bien fama de debilucho, pusilánime y cornudo. Sin importar nada de esto, la estatua de bronce fue diseñada con maestría por el escultor y arquitecto Manuel Tolsá, entonces director de la Academia de San Carlos, que tenía un firme propósito: hacerle la barba al rey. Así es.
Se pretendía que este monumento fuera espectacular, por lo que su ubicación final resultaba en extremo importante. Para ello se dispuso que fuera colocado en la Plaza Mayor (el actual Zócalo), y para ello se construyó una elegante balaustrada elíptica con cuatro rejas de acceso. Para aumentar el suspenso, el pedestal, vacío y sin mayor chiste, fue inaugurado con grandes festejos y corridas de toros el 8 de diciembre de 1796. Encima se colocó una estatua provisional de madera y estuco dorado, que representaba, supuestamente, al monarca.
Mientras esto sucedía, en los talleres de fundición se preparaban entre 450 y 600 quintales de bronce tan solo para el caballo. Un quintal equivale a 46 kilos. La fabricación de la estatua completa tomó de 1793 a 1802. Cuando todo estuvo listo para su inauguración, se organizó una magnífica verbena popular con sus respectivas corridas de toros. La ocasión lo ameritaba, pues además se contaba con un invitado de honor, el célebre barón Alexander von Humboldt, quien, curiosamente, iba acompañado por una bellísima y bien conocida mujer, a quien la gente apodaba “La Güera Rodríguez”.
El 11 de abril de 1803 había arribado a la Nueva España el sabio hombre, quien tenía intenciones de estudiar las especies de plantas y animales endémicas a nuestro territorio. Cierto animal le llamaba especialmente la atención: la cochinilla, un insecto que produce un colorante muy particular, ppues su tono rojizo es profundo y firme en los objetos pintados con él. En la actualidad se le sigue utilizando para darles color a helados de frutos rojos, yogures de fresa, productos cárnicos, barras de cangrejo conocidas como surimi, etcétera.
Pues bien, precedido por su fama, visitó a la dueña de una hacienda en la cual se producía el animalito. La señora desde luego le otorgó el permiso para visitar su propiedad y su hija se ofreció como guía de tan notable personaje. La joven se llamaba María Ignacia Rodríguez de Velasco Osorio y Barba, sí, la Güera Rodríguez.
De tres cosas tenía fama aquella muchacha: de ser bella (Humboldt dijo que en todos sus viajes jamás había visto mujer más hermosa), de ser pícara, y de ser muy dada a entregar su bien formado cuerpo sin mayores remordimientos a quien se le viniera en gana. Es decir, que era de cascos ligeros. Desde luego, el barón cayó rendido ante sus muchos encantos. Años después, también caerían Agustín de Iturbide y Simón Bolívar, por mencionar a dos personajes famosos.
Con esta hermosa mujer del brazo, el varón acudió a la inauguración de la estatua.
La expectación era grande, pues, se decía, Tolsá había logrado una verdadera obra de arte.
Cuando la tela que cubría el magnífico monumento fue retirado, las expresiones de asombro se multiplicaron. Se trataba de una excepcional estatua. De una estatua sencillamente perfecta. “Es solamente inferior –sentenció emocionado Von Humboldt– a la estatua ecuestre de Marco Aurelio en Roma”, y se quedó en silencio, observando.
Sí, aquella obra era magnífica, insuperable. La vestimenta del rey a la usanza romana, su corona de laurel victorioso, el brío indomable del caballo, el suntuoso pedestal…
Como un acto de mera caballerosidad, Humbdoldt le preguntó su opinión a su hermosa acompañante. Ella, con desdén, apenas dijo: “Está bien… pero tiene un defectoE.
¿Un defecto? Al escuchar esto, se hizo el silencio. Todos los presentes, asombrados y ruborizados, le pidieron que explicara en qué consistía tal menoscabo. El barón y el propio Tolsá esperaron impacientes. La Güera, con naturalidad, sentenció: “Tiene al mismo nivel lo que hombres y equinos tienen a niveles distintos”.
Se refería, claro, a los testículos del caballo, que se encuentran perfecta y antinaturalmente alineados.
Todos los presentes se asomaron discretamente y, en efecto, notaron el peculiar desperfecto: el caballo de la Estatua Ecuestre de Carlos IV tiene los testículos al mismo nivel. Es decir, que si el caballo fuera real, ese pequeño pero gran desperfecto le habría ocasionado un severo dolor al galopar, por el choque entre ambos.
Pues sí, ni hablar. Cuánta razón tenía razón tenía doña María Ignacia, y vaya que sabía del asunto.
Hoy, final y exitosamente restaurada, la estatua de “El Caballito” sigue siendo uno de los puntos obligados para cualquier persona que visite el Centro Histórico de la Ciudad de México.
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Foto:
- «El ‘Caballito’ de Tolsá» por Eneas de Troya, CC BY 2.5.
- «El caballito de Tolsa» por Carlos Martínez Blando, CC BY-SA 2.5.