En el Callejón del Cuajo número chorrocientos chochenta y chocho, justo a la mitad de la capital del smog y del trinquete, habita una familia como cualquier otra. El patriarca lleva por nombre Don Regino Burrón, de oficio rapabarbas y dueño de la peluquería-barbería-consejería El rizo de oro. La madre, que es la que lleva los pantalones, tiene por mal nombre el de Doña Borola Tacuche de Burrón, alias “La Güereja”. La familia se completa con sus dos tlaconetes, Regino chico alias “El Tejocote” y Macuca, la menor. Todos son de buen corazón y basta nada más abrir los de apipizca y parar bien las parabólicas para darse cuenta de la riqueza que los envuelve más allá de la pobreza.
Éste es el mundo de La Familia Burrón, o mejor dicho el vasto universo que creó un hombre maravilloso llamado Gabriel Vargas.
Don Gabriel nació en Tulancingo, Hidalgo, en 1915, aunque algunos biógrafos, entre ellos su segunda esposa y ahora viuda, Guadalupe Appendini, afirman que le dieron su primera nalgada en 1918. Lo cierto es que fue el quinto de los doce hijos concebidos por Víctor Vargas y Josefina Bernal.
Siendo muy pequeño (4 o 5 años, según las fuentes) se quedó huérfano de padre, por lo que su madre se vio en la necesidad de emigrar a la ciudad que sería su hogar y el telón de fondo de casi toda su obra, el Distrito Federal.
Inquieto, preguntón, inteligente y vivaracho por naturaleza, el niño Gabriel sorprendió al director de la escuela primaria donde lo inscribieron, por lo que decidió apuntarlo en el tercero y no en el primer año de educación elemental. En estos años comenzó a dibujar, sin más instrucción que la de su propio talento. También en estos tiempos participó en su primer concurso, pero no uno cualquiera, sino en uno celebrado en Japón, donde obtuvo el segundo sitio. Cuando pasó a secundaria, utilizaba las horas de escuela para hacer trazos y monos.
Su fama se extendió rápidamente y sus dibujos llegaron a las manos del director de Cultura del Instituto Nacional de Bellas Artes y representante de la Secretaría de Instrucción Pública en el Consejo Universitario, quien se los presentó al director de dibujo y trabajos manuales y posteriormente al mismísimo Alfonso Caso. A los tres les sorprendió el trabajo de aquel niño prodigio. Caso incluso llegó a decir que aquellos dibujos parecían códices.
Entonces, con tan sólo trece años de edad, le ofrecen una beca para estudiar en Francia. Él la rechaza. No quiere abandonar a su madre. Quiere estar a su lado y hacer todo lo posible por alejar de ella la tristeza y la pobreza. A cambio, acepta una pensión y la oportunidad de trabajar donde él desee. Elige el periódico Excélsior.
A tan corta edad Gabriel traspasó las puertas de aquel diario que se volvería legendario. Primero obtuvo una plaza como dibujante, pero poco después, a los 17 años, se convertiría en jefe de departamento.
A medida que su nombre y la aceptación por parte del público crecían, las ofertas llegaron con mayor insistencia. Ignacio Herrerías, dueño de Novedades, le propuso crear algo diferente a todo lo que se había hecho. Gabriel, siempre con aquella ceremonia y seriedad que contrastaban con el humor de sus historietas, decidió recrear la Vida de Cristo, por supuesto con extremo cuidado, respeto y apegada a los pasajes bíblicos. La aventura duró poco tiempo. Eran los años de la persecución religiosa conocida como la Guerra Cristera, así que el dibujante fue encarcelado y el periódico estuvo a punto de ser cerrado.
Una vez en libertad, continuó con esa línea no humorística gracias a la cual nacieron El Caballero Rojo, La Vida de Pancho Villa, Sherlock Holmes y Frank Piernas Muertas para Novedades. En tanto, cada jueves publicaba en Excélsior a Virola y Piolita, estos sí cargados de humor.
Otro importante personaje se interesó también en su trabajo. Se trató del coronel José García Valseca, el poderoso militar que llegó a poseer 37 diarios y que, sujetando la información al poder, instituyó el Día de la Libertad de Prensa. La oferta era más que atractiva. El coronel le ofreció mucho más dinero del que Gabriel hubiera imaginado, pero por lealtad a Excélsior declinó la proposición. Sin embargo, la aceptó un año después, con lo que su trabajo logró ser difundido como nunca antes.
Ya en la cadena García Valseca, creó Los Superlocos (aparecidos en el Pepín) y a su personaje principal, Don Jilemón Metralla y Bomba, un ex diputado transa, cábula, conchudo, prepotente, pero pícaro, que sacaba provecho de cualquier situación, siempre secundado por su secretaria Cuataneta. Ah, desde luego: con un apetito no sólo insaciable, sino que rayaba en la gula, pues Don Jilemón solía comerse marranitos enteros y enormes tortas de cabezas de pollo.
El éxito fue inmediato. Los tirajes aumentaron instantáneamente. Durante nueve años el público comentó las andanzas del personaje, lo celebró, lo imitó. Sin embargo, de pronto desapareció de un día para otro. La razón nada tiene de oscura: Armando Ferrari, gran amigo de Gabriel, y que por aquellos años realizaba para radio Anita de Monte Mar, le lanzó un reto. Don Gabriel era un gran dibujante, argumentista y dialoguista, pero ¿sería capaz de inventar una historieta cuyo personaje principal fuera una mujer? Gabriel aceptó la apuesta y pidió un mes de plazo. Al término, y sin consultarlo con nadie, simplemente dejó de publicar a Don Jilemón y su lugar fue ocupado por una mujer alta, flaca, entrona y de armas tomar: Borola Tacuche, el pilar de su nueva historieta, La Familia Burrón.
Era 1948, y menos de un mes les tomó a estos personajes superar la fama de sus antecesores. No fue casualidad. Los Burrón son una típica familia de barrio, chilanga, de vecindad, cuyos integrantes son tan comunes y tan extraños que pueden ser el tío, la tía, los padres, hermanos, compadres o vecinos de cualquiera.
La jefa del hogar es justamente Doña Borola Tacuche de Burrón, nacida en el seno de una familia ricachona, pero casada y eternamente enamorada de su chaparro esposo de clase baja. Borola es luchona, creativa, con ínfulas de grandeza gracias a su adinerado pasado y a sus años como vedette.
Su afán por salir de la pobreza la lleva a idear planes descabellados, cómicos e imposibles que casi nunca terminan bien, como instaurar un servicios de guardaespaldas para señoritas, construir con tendederos un teleférico que atraviese la colonia, inventar un helicóptero impulsado con el motor de una lavadora, trabajar como trapecista y ser llamada “Madam Borole, la muñeca del trapecio”, colocarle ruedas y motor a unos caballos sin patas (cruzas de caballo con pollo), entre muchas otras ocurrencias que se le vienen a la cabeza mientras fuma su enorme rollo de periódico. Según la leyenda, una mujer de carne y hueso inspiró a don Gabriel para crear a “La Güereja”.
El universo de La familia Burrón lo completan su marido Don Regino, honesto peluquero de gran corazón, sus hijos Regino chico y Macuca, además de un pequeño adoptado de nombre Fóforo Cantarranas, cuyo padre biológico, Susano Cantarranas, pepenador y borracho, se los encargó para siempre.
Una parte importante de todo este folclore es el nombre de los personajes secundarios, entre ellos Wilson el perro, Cristeta Tacuche y su enamorado Toto Roquefort, Boba Licona, Ruperto Tacuche, Bella Bellota y su hijo Robertino, Lucila Ballenato “La Gorilona”, Don Quirino dueño del hotel El Catre, La Divina Chuy, Floro Tinoco “El Tractor”, Doña Gamucita Pericocha viuda de Pilongano y su hijo Avelino “El Babotas”, Alubia Salpicón, el marciano Kakiko Kukufate, Sinfónico Fonseca, Isidro Cotorrón, el Conde Satán Carroña, Don Sombroso Mortis, Cadaverina, Pinga Diabla, Don Titino Tinoco, Telesforeto, Don Juanón Teporochas, El Güen Caperuzo, Don Briagoberto Memelas…
Además, la riqueza de los Burrón se debe a la manera de hablar de los personajes, extraída del lenguaje de los barrios populares, pero en gran medida también creada por el propio Gabriel Vargas. Son únicos sus términos, como llamar al mundo “la canica”, a la cabeza “la de hueso”, a la cama “el pulguero”, a los golpes “mamporros”, a las cachetadas “deshilachar los cachetes”, al caminar cadencioso “sacudir la zona del aguayón”, al dinero “bilimbiques” o “tepalcates”, a los camiones “huacales con ruedas”, a los hijos “tlaconetes” y a la parte más noble del cuerpo humano conocida como nalgas, pompas o trasero, “las macizas”.
Tras la muerte del general García Valseca, y cuando la cadena pasó a manos del empresario Mario Vázquez Raña, don Gabriel decidió caminar por su cuenta. Creó su propia empresa, que le permitió seguir publicando puntualmente, semana tras semana, a la genial familia.
En 1980, el dibujante sufrió una embolia por exceso de trabajo. Durante más de 20 horas al día se sentaba a dibujar e imaginar diálogos y situaciones. Tras este incidente, y luego de una exitosa rehabilitación, continuó trazando, mientras su sobrino entintaba. La verdad es que don Gabriel jamás dejó de trabajar. Esta vocación suya le valió el Premio Nacional de Periodismo en 1983 y el Premio Nacional de Ciencias y Artes en 2003.
El 25 de mayo de 2010, don Gabriel Vargas simplemente dejó de respirar. No estaba enfermo, no lo aquejaba dolencia alguna. Simple y sencillamente su corazón decidió descansar. Fue el mismo día que cumplió 35 años de casado.
Don Gabriel, el verdadero cronista de la ciudad de México, el serio, el pulcro, el caballero, el que siempre llevaba un libro bajo el brazo, el creador del relajo, del humor, de la escandalera, de tantos y tantos personajes que salen a nuestro encuentro en cada calle del Distrito Federal (mal llamado hoy CDMX), en cada cantina, pulquería, mercado, parque, plaza, callejón y camión (porque ahí los buscaba), ahora está pintando las nubes desde arriba. Larga vida a don Gabriel. Larga vida a los Burrón.
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