Con frecuencia, los historiadores oficiales cercenan a quienes construyeron este país, limitando a los ciudadanos a conocerlos solamente en fechas, actos épicos, frases memorables y motivos de santificación, pero dejando a un lado otros asuntos esenciales y, a decir de los que deciden por nosotros, intrascendentes. Doloroso error que manipula la historia y debilita su estudio, al volverla tediosa y aburrida, ríspida. ¿Era tierno el personaje en cuestión?, ¿le gustaba beber?, ¿era glotón?, ¿tenía tendencias depresivas?, ¿cantaba, aunque no tuviera regadera?, ¿tenía amantes?, ¿padecía angustia? Se me antojan muchas preguntas para conocer a un Juárez más íntimo, a un Villa menos estereotipado, a una Josefa más cercana, a un Zapata menos pétreo, a una güera Rodríguez menos festiva.
Algunos personajes, sin embargo, han logrado escapar a la tijera del censor histórico y por eso sabemos de las debilidades esotéricas de un Madero influenciable y tibio; las pasiones y arrebatos de Miguel Hidalgo –cuya vida puede dar para mucho más que aquella débil película interpretada por Demián Bichir–, pero queda mucho por averiguar si se quiere humanizar nuestro pasado, estoy seguro que le haríamos bien a México.
Descubriríamos, entre muchos otros detalles turbios o inesperados, facetas apenas mencionadas. La labor de la Inquisición, por ejemplo, absolutos maestros de los judiciales actuales, para quienes un Tehuacán era poca cosa cuando se trataba de hacer confesar a los individuos o cuando había que degradarlos moralmente antes de dictar sentencia. La fe suele ser salvaje, los preceptos que aún existen en la mente de muchos ciudadanos han justificado actuaciones deplorables de nuestro sindicato de guías espirituales y dueños de vidas y oraciones. Si repasamos con sentido crítico y cierta desconfianza los relatos, encontraremos huecos y verdaderos crímenes imposibles de ocultar.
Existen, en uno de los grandes individuos de esta aún joven república, varios ejemplos de lo que he dicho. Uno de sus nombres era Teclo, aunque es más conocido como José María. Carismático aún en su actuar rudo, Morelos ha sido uno de nuestros pocos héroes que puede ser considerado estadista, por su visión de futuro, el énfasis en crear instituciones de largo plazo y su atención a la consolidación nacional. Toda su historia es verdaderamente apasionante.
Por supuesto que se le debe ver en función del momento para no arrojar acusaciones simplistas sobre su excesivo interés por hacer oficial el carácter católico de México –era de esperarse en 1813 y en un clérigo–. Su participación en la guerra tiene momentos brillantes, como el sitio que resistió en Cuautla ante uno de los mayores ejércitos del mundo; la misma huida; la victoria en Acapulco tras la estratégica batalla para tomar el Fuerte de San Diego; sus cabalgatas por un terreno áspero y montañoso; su mítico paliacate; el hijo incómodo; la creación de verdaderos líderes que lo siguieron en la lucha, como Matamoros, los Galeana y los hermanos Bravo; el establecimiento del primer congreso en Chilpancingo, que concluyó en la constitución de Apatzingán, cuando aún el país no era libre; sus famosos Sentimientos de la Nación…
Y, sin embargo, se habla de modo muy sesgado sobre sus últimos días, dejando escapar acusaciones a su falta de entereza sin adentrarse en su suplicio antes de ser fusilado y las “estrategias” (por llamarlas de modo decente) usadas para doblarlo antes de la muerte, para llevar a un hombre a su mínima expresión, sin más deseos que morir y dispuesto a confesar hasta la autoría del asesinato de los estudiantes de Ayotzinapa dos siglos más tarde. No lo quebraron con oraciones ni con amenazas del infierno eterno, sino enseñándole el verdadero averno de las torturas por órdenes del rey y de un Dios que ni se enteró del uso que le daban a su nombre.
Asómense a la vida de Morelos, lean un poco más que lo anotado en la parte posterior de las monografías de primaria, encontrarán muchos motivos de reconocimiento y orgullo en un ser humano que también tuvo yerros y debilidades, pero que está entre nuestros personajes de lujo. Creo que se la debemos.
Ilustración: Marcos Piña