Uno de los ámbitos en los que México más se ha destacado internacionalmente en los últimos días es en el del cine. Los múltiples premios Óscar obtenidos tanto por Coco como por Guillermo del Toro han convertido este arte en un tema de conversación muy actual en algunos círculos de la sociedad mexicana. Pero ¿cómo comenzó la relación entre México y el cine?
Todo comenzó en el año de 1896, con la llegada a la Ciudad de México del primer cinematógrafo. Gabriel Veyre, que era el agente de los hermanos Lumiere, encargado de traer este invento a algunos países de Latinoamérica, organizó una primera exhibición de su producto el 6 de agosto de ese año de manera exclusiva para Porfirio Díaz y su familia en el Castillo de Chapultepec. A esta exhibición siguió una el 14 del mismo mes, la cual incluyó a algunos miembros de la prensa y del gobierno, un evento que fascinó a varios de los mismos. Entre estas proyecciones, en ese entonces llamadas vistas, estuvo la famosa película llamada Llegada del tren.
Los agentes de Lumiere, además de aprovechar la visita a México para dar a conocer e intentar vender su producto, tenían la encomienda de filmar aspectos de la vida diaria mexicana, lo que dio como resultado vistas con temáticas como paseos por los canales de la época, panorámicas de paisajes o corridas de toro. Su presencia en el país duró hasta enero de 1897, mes en el que los franceses abandonaron el país para seguir promocionando su producto por otros lugares en Latinoamérica.
El nuevo cinematógrafo no dejó a nadie indiferente; mientras Porfirio Díaz y otros miembros del gobierno vieron en esta tecnología una nueva herramienta de propaganda política, algunos empresarios como Carlos Mongrand o Enrique Rosas entendieron el potencial que tenía este nuevo aparato, por lo que empezaron a encargar nuevas unidades, con la intención de poder proyectar o grabar nuevas vistas para un público que se mostraba cada vez más interesado en esta nueva fuente de entretenimiento. Estos primeros comercializadores del cine se dieron a la tarea de recorrer el interior de la República, aprovechando las nuevas vías de ferrocarril que existían en el país, para proyectar sus creaciones en otras ciudades, como Aguascalientes, Veracruz, Zacatecas.
Debido a la ausencia de cines, los lugares de proyección se improvisaban; teatros, farmacias o incluso carpas en las plazas de los pueblos servían como salas de proyección improvisadas que después de un tiempo volvían a su función original. Los espectadores que asistían a las proyecciones, acostumbrados a observar otro tipo de espectáculos, solían reaccionar a las vistas de manera muy viva; algunos gritaban, chiflaban o aplaudían. Esta situación comenzaría a cambiar hasta la segunda década del siglo XX, cuando la cultura del cine convirtió al espectador en un ente más pasivo.
Las cosas empezaron a transformarse entre el año de 1905 y el de 1907, lo cual se explica por el surgimiento de las primeras empresas de producción y distribución de películas, tanto nacionales como extranjeras, y el surgimiento de los primeros cines creados específicamente para esta labor, lo cual se vivió tanto en la capital como en otras urbes del país, con lo que se ponía fin al nomadismo de los primeros años. Nombres como Salón Rojo, Sala Pathé o Pabellón Morisco provienen de esa época. Las vistas, que en un principio eran mayoritariamente pequeños cortos mudos en los que se documentaban eventos de la realidad diaria comenzaron a complejizarse, con historias más elaboradas, duraciones más largas e incluso la utilización de música proveniente de fonógrafos.
El tiempo pasó y para el año de 1910 el estallido de la Revolución implicó el principio de un tiempo convulso en el país, durante el cual la producción y proyección de películas continuó a pesar de la lucha armada. En este contexto el cine jugó cada vez más un papel fundamental como fuente de información y de distracción. El llamado séptimo arte había llegado para quedarse y, como suele decirse, el resto es (una feliz) historia.
Foto principal: IMCINE