“¡Ya mataron a Madero! ¡Ya mataron a Madero!”. La noticia se volvió pregón popular con inusitada rapidez. Las esperanzas de que los militares golpistas respetarían las vidas de los depuestos presidente y vicepresidente de México (Francisco I. Madero y José María Pino Suárez) se esfumaban en el aire en ese mismo instante. Inútil había sido la mediación del embajador de Cuba. Como es natural, pesó más el poder de otro embajador: el estadounidense Henry Lane Wilson, quien incluso se confesó ante la esposa de Madero y admitió sin remordimientos: “Seré franco con usted, señora: la caída de su esposo se debe a que nunca quiso consultarme”.
Era el 22 de febrero de 1913. Tres días antes, tanto Madero como Pino Suárez fueron hechos prisioneros y obligados a firmar sus renuncias, con la promesa de que podrían partir hacia el exilio. Curiosamente, el general que los apresó, Aureliano Blanquet, fue el mismo militar que, en 1867, le dio el tiro de gracia a Maximiliano.
Según testigos, momentos después de la aprehensión, el general Victoriano Huerta, en completo estado de ebriedad, comenzó a gritar desde el balcón presidencial “¡Me he hecho cargo del poder! ¡La patria se ha salvado! ¡Voy a bajar el precio del pan y la cebolla!”.
Madero y Pino Suárez, en tanto, se mostraban realistas. El segundo, nervioso, asustado, preguntaba “¿Qué he hecho yo para que quieran matarme? Solo he deseado hacer el bien, respetar la vida y el sentir de los ciudadanos, cumplir con las leyes y exaltar la democracia”. Madero, más sereno, incluso se despidió de Felipe Ángeles con unas reveladoras palabras: “Adiós, mi general, nunca volveré a verlo”.
Tal vez para su fortuna, don Francisco ignoró casi todo el tiempo la suerte trágica de su hermano. Cuando se enteró, durante aquella mañana, que sería también su última mañana, se derrumbó. Su hermano, Gustavo, quien había descubierto la conspiración de Huerta, fue asesinado el 18 de febrero, a eso de la medianoche. Pero no sólo eso: antes fue torturado hasta el cansancio. Incluso le sacaron su único ojo (era tuerto) con una bayoneta. Luego de que la turba, compuesta principalmente por cadetes, lo privara de la vida a punta de golpes, su cuerpo fue mutilado: le cortaron los genitales y lo cubrieron con excremento de animales. Antes se dieron tiempo de esculcar en sus bolsillos y robarle lo que traía. El escenario de ese horror fue la Ciudadela.
Madero y Pino Suárez permanecían detenidos en Palacio Nacional. El 19 de febrero firmaron sus renuncias porque les prometieron que serían enviados sanos y salvos a Cuba. Sin embargo, tendrían que esperar tres días más para conocer su destino.
Eran cerca de las diez de la noche de ese 22 de febrero cuando el coronel Joaquín Chicarro entró a despertar a los prisioneros. Una hora más tarde, los subieron a dos automóviles para trasladarlos a la penitenciaría de Lecumberri.
Al acercarse al famoso Palacio Negro, les indicaron que entrarían por la puerta trasera. Eso disipó cualquier clase de duda. “Atrás no hay puerta”, alcanzó a murmurar Madero. En la oscuridad de aquel rincón, los carros se detuvieron. Francisco Cárdenas, mayor de rurales, le ordenó a Madero: “¡Baje usted, carajo!”. Después le dio dos balazos en la cabeza.
Al ver esto, Pino Suárez se negó a bajar del otro auto. Rafael Pimienta, el teniente que lo conducía, lo obligó a descender, jalonéandolo. Apenas tocó el suelo, recibió el primer disparo. Movido por la desesperación, logró correr, mientras gritaba: “¡Socorro! ¡Me asesinan!”. Entonces, algunos de los presentes descargaron sus armas en su contra. Falleció a causa de los trece disparos que le dieron en la cabeza. Por último, los militares balacearon ambos carros, para guardar las apariencias.
La versión oficial fue que, al acercarse a la penitenciaría, los autos fueron atacados por un grupo armado y que, aprovechando la confusión, ambos personajes trataron de huir, pero cayeron por el fuego cruzado.
Sin embargo, la declaración del chofer del auto que trasladaba a Pino Suárez aclara el escenario: “El mayor Cárdenas le dirigió al presidente algunos tiros que le tocaron en el costado izquierdo, cayendo del mismo lado sin decir una sola palabra. Casi al mismo tiempo dio orden al vicepresidente Pino Suárez para que bajara, y que al hacerlo, igualmente lo tirotearon. Que tan pronto como se desplomaron los señores presidente y vicepresidente, tanto el mayor Cárdenas como los otros se pusieron a esculcarlos y luego, con las carabinas en la mano y en presencia de nosotros les hicieron fuego a los automóviles por detrás”.
Al conocerse los hechos, y desde la tribuna de la Cámara de Diputados, el legislador Luis Manuel Rojas lanzó un furioso aunque hueco grito: “¡Yo acuso a Henry Lane Wilson, embajador de los Estados Unidos en México, como responsable moral de la muerte de los señores Francisco I. Madero y José María Pino Suárez!”.
Sí, era 22 de febrero y la Decena Trágica había llegado a su fin.
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