Antes, la escuela era un sitio apacible donde no se necesitaban muchos requisitos para ligar con las muchachas o los muchachos. Todo era sencillo y no había más requisitos que saber un poco de las novelas y un poco de futbol, el resto se dejaba a los designios del amor. Los diálogos fluían entre sonrisitas y coqueteos, nada más. Pero, como todo en la vida, las cosas cambiaron de repente.
Tras dos semanas de perseguirla por todos los rincones de Zacatenco, Crisóstomo pudo, al fin, acercarse de manera tímida a Selene, la niña de sus ojos, la tortilla de su taco, su boleto de metro, el águila de su moneda de veinte pesos. La había descubierto accidentalmente hacía cuatro o cinco aguaceros y, desde entonces, su vida había dejado de ser monótona para convertirse en una vorágine de estremecimientos.
Entre nervios y palpitaciones, agitado por la hormona, la neurona y la testosterona, Crisóstomo se practicó un corte de pelo tipo retro Polanco y, usando las cuatro o cinco palabras sin faltas de ortografía de su limitado vocabulario, se acercó a la susodicha con las rodillas desguanzadas pero con el firme convencimiento de continuar la estirpe de Crisóstomos hasta el siglo XXII.
–Hola. ¿Estudias o trabajas?
Ella se hizo la desentendida, como si no le importara, como si Crisóstomo fuera discurso político o anuncio de aparato reductor de cintura, pero el muchacho venía más acelerado que un microbús y se siguió de frente con la conversación, sacando a relucir lo más granado de su cultura.
–Hace harta calor, ¿verdá? Hola. Me llamo Crisóstomo Zepeda.
Ella contestó:
–¿Con C o con Z?
Su risa escandalosa llegó hasta la esquina.
–Con C. Si no, sería Zrisóstomo.
Justo en ese momento de profundo amor (al menos, para Crisóstomo), el celular de su musa empezó a sonar en el fondo de su enorme bolso. La elección musical era una fusión tecno que evidenciaba los gustos modernos de la muchacha.
–Chira tu rola –dijo Crisóstomo– se oye como charola.
Mientras ella se perdía por algunos siglos en las profundidades de su bolsa, el galán se acomodó el copete y se lanzó al ruedo.
–No me has contestado. ¿Estudias o trabajas?
–Estudio –dijo ella mientras leía un mensaje de texto en el aparato celular que había rescatado de las fauces del bolso.
–¿Qué estudias?
–Ingeniería Topográfica y Fotogrametría.
Él se congeló por un instante.
–No. Deveras.
–Con especialidad en Geomática.
Un balde de agua fría (con balde y todo) golpeó el rostro sorprendido del aprendiz de seductor, quien empezó a ver muy lejana la posibilidad de reproducir la especie.
–¿Y esa cosa qué es?
La endina muchacha empezó a regodearse en detalles.
–Para colectar información geográficamente referenciada.
Él sonrió. Seguramente era una broma.
–¿Y eso? ¿Para qué sirve?
–Es la ciencia especializada para monitoreo ambiental, oceanografía, agrimensura. ¿No lo sabías?
Para entonces, el peinado de Crisóstomo había desaparecido y un ligero sudor que olía a quesadilla de nenepil apareció en su camino. Le había salido brava la muchacha. Pero no estaba dispuesto a ceder tan fácilmente.
–Pos claro que sabía. Viene siendo lo mismo que sale en los programas del National Geographic en la tele, con los científicos y los aparatos y los leones y las hormigas y esas cosas. ¿Vives por aquí cerca? ¿Te acompaño?
La muchacha, concentrada en otros asuntos, estaba ya involucrada en un idilio amoroso vía Twitter mientras caminaba oronda hasta la esquina. Apenas volteaba a ver al pretendiente.
–No, gracias.
De pronto, ella sonrió y a él le pareció que el mundo empezaba a brillar nuevamente, pero en medio de su enorme sonrisa, y sin voltear a verlo, sólo dijo.
–Baboso.
El muchacho se sorprendió.
–¿Yo?
Ella notó la confusión.
–No, mi novio, que me envió un mensaje.
–¿Tienes novio?
–Sí. Vamos a irnos a estudiar una maestría a Alemania, sobre monitoreo espacial.
Llegó a la esquina sin despegar la vista del teléfono. Casi cayó en un bache por andar distraída con el novio electrónico, desperdiciando la oportunidad de uno de carne y hueso, aunque un poco desactualizado. Antes de despedirse, lo miró y lo fulminó con una pregunta:
–Y tú, ¿Estudias o trabajas?
Ni los científicos de la televisión ni la definición de agrimensura que descubrió esa noche fueron capaces de diluir el fracaso de Crisóstomo. Ni modo, las cosas ya no son como antes.