La Alameda Central de la Ciudad de México ha sido el escenario del amor y del romance para decenas de generaciones. Los abuelos de hoy acudían a ese extenso territorio verde en sus tiempos de noviazgo. Y también los papás de los abuelos y los abuelos de los abuelos. Después de todo, y por curioso que parezca, prácticamente ésta fue la finalidad original de la Alameda: regalarle un espacio a los habitantes de esta ciudad donde pudieran pasear, relacionarse y divertirse de una manera segura y digna.
Enmarcado entre concurridas avenidas, autos que no cesan el tránsito, modernos edificios y construcciones que nos hablan del pasado colonial, este parque público ha sobrevivido al tiempo. Y algo completamente relevante: si escarbamos un poco entre sus raíces, las historias que encontraremos serán de sueños y grandeza.
Después de la caída de Tenochtitlan y de su hermana gemela Tlatelolco los conquistadores españoles se dieron a la tarea de fundar una nueva ciudad sobre las ruinas. Para ello, desmontaron las piedras de los grandes templos y poco a poco fueron levantando palacios, iglesias y casas. La tarea no era sencilla, por muchas razones. Para empezar, se trataba de una urbe construida en un lago, a la cual se accedía mediante tres largas calzadas o, bien, por agua.
Los mexicas habían logrado un equilibrio asombroso entre su ciudad y su entorno natural. Evitaban, por ejemplo, las inundaciones gracias a un sistema de represas y compuertas, mismo que los españoles destruyeron durante las batallas. Sin estas herramientas, la nueva Ciudad de México presentaba inundaciones constantes, algo que resultaba nada grato para los estirados nobles europeos, pues, además, las aguas saladas del lago se habían vuelto pestilentes por culpa de los numerosos cuerpos en descomposición, productos de la guerra, y a la falta de drenaje (los mexicas poseían un efectivo sistema de recolección de desechos).
Inconvenientes similares se presentaron durante los primeros años del Virreinato. Si se trataba de la capital americana del imperio más poderoso del mundo, era evidente que debía mejorarse a toda costa. Esto fue lo que entendió Luis de Velasco y Castilla, octavo virrey de la Nueva España.
Don Luis conocía bien estos territorios. Su padre, Luis de Velasco y Ruíz de Alarcón, no sólo fue el segundo virrey, sino una de las primeras autoridades en ayudar, dignificar y liberar a los indígenas de la injusta carga de la esclavitud a la que habían sido sometidos. Su hijo siguió la misma línea, por lo que se le consideró un hombre justo y bueno.
Pues bien, mientras Luis de Velasco hijo gobernaba estas tierras, se delimitó la apariencia definitiva que tendría la ciudad. Para entonces, las nuevas construcciones tipo europeo comenzaban a opacar el horizonte. Palacios, conventos e iglesias dominaban el escenario, por lo que el virrey determinó que se crearía un espacio al aire libre que sirviera lo mismo para salida que para recreación de los vecinos. Un lugar arbolado donde se pudiera pasear con seguridad, comodidad, belleza y elegancia. Pero también, y muy importante, un punto de encuentro donde la alta sociedad pudiera lucir y presumir su vestimenta y su riqueza. En efecto, un destino en el que pudiera mostrarse que, aunque todos nacemos desnudos, no todos somos iguales. Así nació la idea en la última década del siglo XVI.
La construcción oficial de la Alameda comenzó en 1592, cuando se decidió por fin el lugar. Originalmente se concibió como un cuadrado dentro de la entonces Plaza de San Hipólito, localizada al sur de la calzada de Tacuba. La importancia de esta calzada era mucha. Se trataba de uno de los tres caminos por los que solía ingresarse a Tenochtitlan; también, el que conducía al viejo pueblo de Tlacopan, además de la vía por la que huyeron los españoles durante los episodios de la Noche Triste. Ya para entonces, el lugar estaba lleno de leyendas, como la aparición de La Llorona o la curiosa anécdota del Salto de Pedro de Alvarado, que dio origen a la vialidad llamada precisamente Puente de Alvarado.
El sitio donde este gran parque se construiría estaba justo enfrente de la iglesia y hospital de la Cofradía de la Santa Veracruz. Este templo, con su respectiva plaza, puede apreciarse al costado de la avenida Hidalgo.
El nombre de Alameda surgió, desde luego, gracias a la gran cantidad de álamos que se plantaron. Lo que nadie había previsto es que esta clase de árboles, aunque muy bellos, es de lento crecimiento, por lo que muy pronto se decidió retirarlos y sustituirlos por fresnos y sauces, además de los olmos blancos y negros que se habían traído de Coyoacán. Al mismo tiempo, se comisionó el diseño del parque a un sevillano de nombre Francisco de Avis, quien trazó los jardines e ideó también una gran pila de cantera labrada, que lucía como remate una esfera de bronce pulido.
Junto a este espacio se encontraba el antiguo Quemadero de la Santa Inquisición. Para esconder esta cara de la ciudad, y todo lo que ella representaba, se decidió mover el quemadero a la actual esquina de la Plaza de Santo Domingo, donde se localizó después la Escuela de Medicina. De este modo, la Alameda fue creciendo de tamaño y absorbiendo plazuelas.
Para lograr que la entrada y la salida al parque fuera por un solo sitio, y evitar así el ingreso de visitantes indeseados, entre los que se incluía la gente pobre y los animales, el terreno estaba rodeado por una ancha acequia o canal de agua de riego. De este modo, los encargados se reservaban el derecho de admisión, y esto ocurría en la gran puerta ubicada en la entonces Plaza de Santa Isabel.
La decadencia del lugar comenzó luego de la muerte del virrey. Entonces, los vecinos empezaron a introducir ganado para pastar, y la acequia se convirtió en un dolor de cabeza para los guardabosques, pues fomentaba inundaciones, mismas que destruían los prados. Entonces se decidió cercar el terreno y cambiar su fisonomía.
La vida social de la comunidad novohispana se tejía en gran medida alrededor de la Alameda. Se realizaban allí mascaradas, veladas y caminatas nocturnas. Se tiene constancia de que era visitada por personajes como Sor Juana y Carlos de Sigüenza y Góngora. Por su importancia, alrededor de 1770 se amplió nuevamente. Perdió su forma cuadrada y adoptó la rectangular que ahora conocemos, se agregaron fuentes, plazoletas, rotondas y glorietas, esculturas de personajes mitológicos, así como hermosas puertas de mampostería.
Con el paso del tiempo, las revueltas sociales y los constantes cambios de gobierno de los primeros años de independencia, el parque mostró transformaciones, destrucciones y añadiduras, pero casi siempre en pos de resaltar su elegancia. Cuando Carlota y Maximiliano llegaron, por ejemplo, la notaron tan descuidada que quisieron repetir en ella el esplendor de los hermosos jardines europeos que tan bien conocían. Para ello, la emperatriz ordenó la siembra masiva de rosas y donó la fuente de Venus conducida por céfiros.
Sin embargo, fue Juárez quien dio la orden de demoler los muros que la rodeaban y concretó el primer sistema de iluminación. Por su parte, Porfirio Díaz, siempre con París en la mente, y aprovechando las obras por el Centenario de la Independencia, dispuso construir en uno de sus extremos un nuevo teatro nacional, que se convertiría en el Palacio de Bellas Artes. Además, erigió el Hemiciclo a Juárez justo en el lugar que ocupaba el quiosco morisco, aquella hermosa construcción creada por el ingeniero José Ramón de Ibarrola, que fue utilizada como pabellón de México en la Exposición Internacional de Nueva Orleans en 1884. El quiosco se encuentra desde entonces en la Alameda de Santa María la Ribera. De los tiempos de don Porfirio data también la costumbre de ofrecer conciertos al aire libre, especialmente los domingos. Su última remodelación importante sucedió en 2012.
La Alameda ha soportado el paso de los siglos. Aunque por un buen tiempo cargó con una fama adversa. Basta visitarla para encontrar familias conviviendo, niños jugando y parejas soñando con el amor. Los viejos ecos plasmados por Diego Rivera en su mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central o los recuerdos de miles de niños que acudían en busca de una fotografía con Santa Claus o los Reyes Magos, siguen vivos, indudablemente.