Tras unos seres montañosos de la Cordillera Ajusco-Chichinautzin se sumerge un valle inclinado hacía el pasado y el olvido, una joya de basalto, que se expone con timidez; o mejor dicho, se esconde tras el encantamiento de sus calles empedradas y reputación místico-espiritual.
Los guardianes de Tepoztlán son cerros basálticos que se sitúan entre 1,400 y 3,000 metros de altura sobre el nivel del mar. Los más prominentes son el Chalchihuitepetl, Cematzin, Vigilante nocturno, Ocelotzin, Tlahuitepetl, Maninalapa, cañada de Meztitla, La herradura, Chalchitzin o del Tesoro, Barriga de plata, Las hermanas, San Andrés de la cal y el Tepozteco, en cuya cima se encuentra una pirámide conocida como “La casa del Tepozteco”, construida para rendir culto al dios Dos Conejo. Los cerros tienen la forma de una herradura y en ellos crece una gran variedad de árboles y arbustos como el pochote, tepehuaje, copal, palo blanco, palo mulato, lechuguilla, maguey, tehuixtle, jarilla, nopal y amate.
En el centro del pueblo hoy se levanta el Exconvento de la Natividad, construido entre 1559 y 1580 por los frailes dominicos. La fachada, de estilo plateresco, muestra a la Virgen María y a fray Domingo de Guzmán –fundador de la orden–, acompañados por ángeles y santos. En sus alrededores Tepoztlán cobra vida en los puestos de comida y artesanías típicas como el teponaxtle, instrumento prehispánico elaborado con palo de zopilote, los palos de lluvia, las casitas de pochote, las lámparas de papel amate, las velas de coco, etcétera. Tepoztlán o Tepoztla, “lugar del hacha de cobre” en náhuatl, hace honor al dios Ometochtli Tepoztecatl, dios del pulque y la fertilidad, escultor de montañas, y desde cinco siglos a.C. ha sido un refugio para diversas culturas: desde los toltecas-chichimecas hasta los aztecas, desde los dominicos hasta los zapatistas, y actualmente se ha convertido en un pueblo cosmopolita donde conviven los habitantes originales con personas de todo el mundo (y hasta “seres del más allá”) que han llegado en busca de inspiración o un rincón tranquilo, un lugar de descanso o una zona para mirar indefinidamente al cielo en espera de un encuentro intergaláctico, para hacer investigaciones o documentales, para escribir un libro o una película, para disfrutar este nicho del paraíso o simplemente para sentir su energía positiva, creativa, mágica.
La pluralidad le ha dado a este maravilloso pueblo de adobe y piedra volcánica un toque estético de construcciones contemporáneas y formas culturales de interacción que hacen que se mantenga siempre vigente y en constante cambio. Una parte fundamental del Tepoztlán actual son los sanadores, quienes ofrecen terapias alternativas de disciplinas diversas: temascal, masajistas, yoguis, curanderos, chamanes y a la par, gente que busca la paz interna y profunda.
El pueblo está dividido en ocho barrios conforme al orden establecido en la Colonia; cada uno lleva el nombre de su santo patrono y tiene su propia iglesia: San Miguel, San Sebastián, Los Reyes, San Pedro, Santa Cruz, Santísima Trinidad, Santo Domingo y San José.
Sus tranquilas calles empedradas entran al mismo tiempo en armonía con los bosques de pinos, ciruelos y encinos, las formas naturales del paisaje y con la fiesta constante de la gente. Recorrer el centro es un placer para compradores, turistas y comelones. En los puestos domingueros se pueden adquirir muchas curiosidades como máscaras, piedras mágicas, pulseras y collares hippies, ropa de manta, huaraches; en el mercado hay, uno tras otro, puestos de garnachas y antojitos; y por supuesto, la visita obligada a las Tepoznieves. Pero la unidad común entre todos los que circulan por Tepoztlán es la búsqueda interna, sea como sea. Quizá se llama paz, relajación, inspiración, sanación, naturaleza, individualismo, interiorización o realización.