En 1946 la Academia de Ciencias Cinematográficas tuvo el buen gusto de iniciar la ceremonia de entrega de reconocimientos a lo mejor de la producción nacional, premios mejor conocidos como los Arieles. En medio del auge y la bonanza, este evento caía como anillo al dedo luego de los éxitos internacionales obtenidos con películas como Flor silvestre y María Candelaria, ambas de Emilio Fernández, uno de los cineastas más prestigiados de la época y de toda la historia del cine nacional.
Pero también había otros realizadores que, por esos años, salían a la fama con algunos trabajos decorosos. Ciertamente el melodrama y las películas de cómicos eran las favoritas del gran público, pero algunas propuestas atinadas pudieron filtrarse en medio de la densa atmósfera frívola y banal que emanaba del grueso de las producciones. Así, los nombres de otros directores empezaron a animar la variedad formal y temática, como Gilberto Martínez Solares con El rey del barrio, Alejandro Galindo con Una familia de tantas, Ismael Rodríguez con Nosotros los pobres, Roberto Gavaldón con La Diosa arrodillada o Alberto Gout con Aventurera, entre varios más.
Fueron ellos y sus películas los que sirvieron de vehículo para que algunas figuras de la pantalla se consagraran como ídolos y, en algunos casos, como mitos cinematográficos: Germán Valdés Tin Tan, David Silva, Pedro Infante, María Félix, Dolores del Río, Pedro Armendáriz, Jorge Negrete, Ninón Sevilla, Arturo de Córdova, María Antonieta Pons, Luis Aguilar, Marga López, Sara García, Joaquín Pardavé, Fernando Soler y otro buen número de personajes de una lista más o menos extensa. Estos figurones del cine se apoyaron, además, en otros actores secundarios y de cuadro que poseían sobresalientes virtudes histriónicas, mencionados al azar eran: Lupe Inclán, Fernando Soto Mantequilla, Armando Soto Lamarina Chicote, Famie Kaufman Vitola, Oscar Pulido, Agustín Isunza, Hernán el Panzón Vera, Andrés Soler, José Elías Moreno, Miguel Inclán, Carlos López Moctezuma, Miguel Angel Ferriz, Eduardo Arozamena, Miguel Manzano, Angel Garasa, Delia Magaña, Alejandro Ciangherotti, Marcelo Chávez, Wolf Ruvinskis y muchos, muchos más.
Todas esos actores fueron los que alimentaron una incipiente industria cuyas expresiones fueron en gran medida asimiladas por los públicos del país. Fue esta etapa del cine mexicano la que sirvió, de algún modo, para unificar los diversos regionalismos en dirección de una mexicanidad común. El cine actuaba como una señal cardinal para la formación de la cultura popular de tal modo que, por ejemplo, convirtió al charro en una figura con la que se identificaron en el norte, en el centro y el sur, y que todas esas partes de la República hicieron suya, al menos en sus clases más amplias, es decir las populares.
Para darle más lustre a la cinematografía mexicana, ésta tuvo a bien recibir en 1946 a uno de los cineastas más brillantes de toda la historia del cine universal, un español natural de Aragón, miembro del surrealismo europeo y militante republicano: Luis Buñuel. Es cierto que Buñuel llegó a México casi por accidente, y también casi por accidente decidió establecerse aquí. Su debut en México pasó más bien inadvertido, debido a que se trató de un trabajo de encargo que aceptó dirigir, Gran Casino, la cual sirvió para el lanzamiento en el país de la estrella argentina Libertad Lamarque. Afortunadamente Buñuel no se dejó enfrascar en el conformista que dominaba al cine mexicano de entonces; no obstante, debió sortear los problemas que afectaban a todos los cineastas: limitación de recursos de producción y de tiempos de rodaje; objeciones de inversionistas, o las severas críticas de los especialistas y del público. En su libro de memorias Mi último suspiro, Buñuel ofrece algunas referencias sobre el panorama del país y de la industria cinematográfica nacional de entonces.