El 19 de marzo de 1999 falleció Jaime Sabines. A continuación, les comparto un texto que publiqué entonces en el –hoy extinto– Semanario Claridades, donde yo trabajaba y en donde el poeta escribía de vez en cuando:
“Si hubiera de morir dentro de unos instantes, escribiría estas sabias palabras: árbol del pan y de la miel, ruibarbo, cocacola, zonite, cruz gamada. Y me echaría a llorar”.
¿Y qué más se puede hacer ante la muerte?, pareciera preguntar Jaime Sabines. Esa muerte presente, aplastante y traicionera que asesina incluso a los impulsos de escribir acerca de ella, cuando los muertos nos entierran a nosotros y nos acercan un poco a sus sepulcros.
La muerte, testimonio de su vida. Del Jaime chiapaneco, del Jaime político, del Jaime peatón y enamorado, del Jaime que fuma y llora, del Jaime padre y diputado, del Jaime alcahuete que enamora con sus versos a miles de mujeres de rostro anónimo. Del Jaime Sabines… simplemente.
Chiapaneco de raíces, del mundo hijo adoptivo, pero, como los grandes, mexicano por fortuna, Sabines representó la esencia –la única y sencilla– del arte y su poesía: plasmar con verdad un sentimiento.
De aquel 1926 al venturoso y triste 1999, el poeta amó. Porque, ¿qué son la vida y la muerte sino aspectos, tan opuestos que se tocan, del eterno amor?
Amó al hombre, por eso comenzó a estudiar medicina; pero amó más a la vida, por eso fue poeta. Salvar vidas o revivir muertos: gran disyuntiva entre la medicina y las letras. Al final, se trata solo de vivir fervientemente.
Poeta popular, escritor sin reglas, pensamientos sin valor, poesía que no es poesía. Esto y más pretendió abofetear su rostro ceniciento. Mientras él decía sencillamente:
“Nadie, desde hoy, podrá decirme / poeta vendido. / Nadie podrá escarbar y jalarme de los huesos. / Estoy con la república de China Popular. / Le curo las almorranas a Neruda, / escupo a Franco. / (Nadie podrá decir que no estoy en mi tiempo.) / Detrás del mostrador soy el héroe del día”.
Y en otro lugar y otro momento: “¡Maldito el que crea que esto es un poema!”.
Elegantes golpes que afirmaban que la poesía es espíritu, no buscadora de falsas alabanzas pasajeras.
Porque, ¿acaso son muchos los poetas afamados, los poetas pavo reales, que se pueden jactar de ser leídos y suspirados en vida? (“Hay dos clases de poetas modernos: aquellos, sutiles y profundos, que adivinan la esencia de las cosas y escriben: ‘Lucero, luz cero, luz Eros, la garganta de la luz pare colores coleros’, etcétera, y aquellos que se tropiezan con una piedra y dicen ‘pinche piedra’…”).
Tal vez sea la diferencia entre la verdad y la mentira: que el auténtico poeta, en su don, recibe su recompensa; en tanto, el premio del falso vate es la caravana con un sombrero ajeno (“…los primeros” –los poetas sutiles y profundos– “son los más afortunados. Siempre encuentran un crítico inteligente que escribe un tratado ‘Sobre las relaciones ocultas entre el objeto y la palabra y las posibilidades existenciales de la metáfora no formulada’. –De ellos es el Olimpo, que en estos días se llama simplemente el Club de la Fama”).
En ello reside la grandeza de Jaime. En hablar, en oír, en pensar y sentir, y comer, reír y caminar como un hombre común, nunca como un iluminado. Por eso pudo decir “Canonicemos a las putas”, “La cojita está embarazada”, “Los he visto en el cine”, “Quise hacer dinero”, “Me preocupa el televisor”, reivindicar a “El gato loco” e ir al cine y hacer el amor cuando “Tía Chofi” murió, y aún así cosechar lágrimas de encanto.
Jaime Sabines, el poeta que rezó por la pronta recuperación de José Luis Cuevas. Porque fue creyente. Y pobre y triste de aquel que cree que un artista debe ser ateo. Sabines no solo creía, sino que aseguraba “Me encanta Dios. Es un viejo magnífico que no se toma en serio”.
Pero, por sobre todo, fue el poeta del amor. El poeta de la legión de “Los amorosos”, el que abarrotó Bellas Artes y su explanada; el poeta que supuso el amor, que amó a “Miss X”, que entendió que los amantes –¡qué bueno!– deben estar solos y sentir sus cuerpos vinculados, que alabó la sombra en los ojos, la muerte de la muerte del amor, y la luna “en dosis precisas y controladas”.
Al igual que le pasó a su padre, “El Señor Cáncer, El Señor Pendejo” nos robó su presencia. “Mi padre tiene el ganglio más hermoso del cáncer / en la raíz del cuello, sobre la subclavia, / tubérculo del bueno de Dios, / ampolleta de la buena muerte, / y yo mando a la chingada a todos los soles del mundo”.
Fiel con su vida, aún en la muerte, rechazó el homenaje: no a Bellas Artes ni a la Rotonda de los Hombres Ilustres.
“¡Qué costumbre tan salvaje esta de enterrar a los muertos!”.
“Cuando tengas ganas de morirte / no alborotes tanto: muérete / y ya”.
“¡No me vayan a hacer a mí esa cosa de los Hombres Ilustres, con una chingada!”.
Dicen que Jaime Sabines se ha ido. En realidad no ha terminado de llegar. Es hora, pues, de reposar, de aflojar los músculos del corazón y poner a dormitar el alma.
No, Jaime no ha terminado de llegar. Las ansias y los suspiros, y los aplausos juveniles y otoñales, recuerdan hoy los ojos azules de donde emanaron lágrimas que midieron al hombre pero, ante todo, a la mujer: “Tiene los pechos dulces, y de un lugar a otro de su cuerpo hay una gran distancia: de pezón a pezón cien labios y una hora, de pupila a pupila un corazón, dos lágrimas”.