Conmemorar es traer a la memoria, hacer presente el pasado a través de la historia de una persona, un suceso o una sociedad. Es a mi gusto, mucho más que celebrar, que hacer una fiesta alrededor del suceso, porque nos ayuda a aprender, a recuperar motivos y a revisar rumbos.
El 11 de septiembre trae a la memoria –cargado de mercadotecnia– los atentados en Estados Unidos. Pero hay otros sucesos importantes en esa fecha, como el 300 aniversario de la toma de Barcelona, que condujo a la derrota de los catalanes ante España. Tuve la oportunidad de asistir a esa ciudad y presenciar una celebración extraordinaria, con una sociedad que usó la fecha para pedir, de manera civilizada, ejercer su derecho al voto y dar su opinión sobre una España con Catalunya o una Catalunya sin España. Al parecer, un millón y medio de catalanes (1 de cada 5 habitantes de un estado de 7.5 millones) salió a la calle. Fue una gran demostración, un acto pacífico, familiar, que puede tener detractores y defensores pero que muestra la existencia de lenguajes que no hablan a tiros. Y fue, sobre todo, un acto organizado por grupos civiles, no por los partidos políticos o los gobernantes en turno.
Esto me condujo a pensar en nuestra conmemoración de hace unos años, 2010, cuando desperdiciamos miserablemente las oportunidades para recordar y reconocernos como país. Un Bicentenario fallido con muchos culpables: un gobierno perdido, fatuo, vanidoso, que se negó a entender el enorme valor de ir a la raíz para encontrar los motivos que nos unen, y una sociedad que insiste en no querer creer ni en su pasado y utilizó el tiempo solamente para agredir al penoso poder en turno, sin reconocer que los presidentes pasan pero el país continúa y que no debimos permitir que una ceremonia comunitaria fuera acaparada. Era un Bicentenario de todos que acabó siendo un evento de nadie. El resultado fue lamentable y lo único que nos quedó fue una estaca clavada en el corazón de la ciudad, para darnos motivos de seguir burlándonos de nosotros mismos y llorar por los abusos de siempre.
La historia puede ser una gran medicina porque previene, porque ayuda a corregir, porque consolida, porque nos hace hijos de un mismo pasado, porque nos permite evaluar en la distancia. Cuando todo se somete a la inmediatez del escándalo, nos quedamos sin vínculos comunes y permitimos que se resquebraje la cohesión social. La historia nos permite acercarnos a lo que fuimos y también a lo que podemos ser. No se trata de nombres recitados y fechas aprendidas para pasar un examen, se trata de asomarnos a nuestra infancia, a nuestro pasado, para escarmentar sin padecer de nuevo. Por eso es fundamental, nos ayuda a construir recordando, no a destruir lamentando.
Vendrán más oportunidades para fortalecer los vínculos, no caigamos en el absurdo de hacer de esos sucesos sólo una ocasión para revanchas y críticas. La historia, al fin y al cabo, es un poco de nosotros mismos. O un mucho.