He caminado junto a Villoro la ciudad que es capital de todos, aunque parece que no la gobierna ninguno, una ciudad barroca, inexplicable, lodosa, que es a la vez apasionante, romántica y solidaria.
Algo tan vasto como la Ciudad de México no tendrá nunca una sola explicación, es más, creo que no tendrá ninguna, pero recorrerla con otros ojos es novedoso, porque a veces las visiones coinciden y a veces se bifurcan para tratar de explicarla en parte.
Terminé El vértigo horizontal, publicado por Almadía, y me dejó un incómodo y grato sabor sobre este amontonamiento urbano que podría ser mágico si no fuera terrorífico, a la vez que podría ser terrorífico si no fuera mágico. En medio de cientos de anécdotas y lamentos, la ciudad es uno de esos amores que duelen, o tal vez sea de esos dolores que enamoran, por eso hay que asomarse a Paquita la del Barrio y al limpiador de alcantarillas, al ministerio público y a los recuerdos de los últimos temblores que son dos, o tres, o cuatro, o mil, porque esta ciudad no deja de hundirse y de reconstruirse nunca.
Por supuesto que es la parte de la urbe que es suya, con Tepito y los niños de la calle, con el merenguero y Santo Domingo, pero es también un poco la nuestra, porque todos sabemos algo sobre la pasión de Iztapalapa y los paseos con las abuelas, los intentos de batir récords absurdos y las memorias de la influenza.
Podríamos, cada quien, escribir algo sobre la antigua Tenochtitlán, capital de varios reinos, donde las vulcanizadoras ahora son rebasadas en número por las farmacias y donde los merolicos se han extendido por las calles y los canales de televisión. Esta ciudad se decora a la vez que se destruye, y Villoro la vuelve amable, transitable, una ciudad que se recorre con recelo, pero con deseo, con curiosidad erótica y fe religiosa. Una ciudad a la que hay que tener el valor de tenerle miedo.
Lean a Villoro y aporten su trozo de ciudad a los recuerdos. Vale la pena.
Fotos: Bruno Pérez Chávez.