Carlos Monsiváis es como el gato de Cheshire de Alicia en el país de las maravillas: no importa que ya no esté, su sonrisa sigue presente en cada rincón de la Ciudad de México que tanto estudió y a cuyos brazos se entregó amorosamente. Al igual que el gato, sus dichos mordaces, paradójicos, complejos y de una profundidad de abismo siguen presentes, explicando o construyendo esta urbe inmensa de la que Carlos fue un personaje indispensable.
El caso de Monsiváis es único. Como escritor, interpretó esta ciudad, pero también de muchas formas la creó; habló de todo lo que la conforma, pero del mismo modo lo inventó; fue parte de ella y la ciudad fue parte inherente de él.
Encontrarlo resultaba una tarea afortunadamente sencilla. Su rostro aparecía en todos los canales de televisión, sin distinción alguna; su voz, inconfundible, lanzaba flechas desde cada micrófono de radio; su genialidad escrita brotaba de pronto desde prácticamente todos los periódicos o revistas; publicaciones tan variadas que iban desde las poderosas y consolidadas, hasta las pequeñitas que duraban nada más uno o dos números.
Pero esto no es todo: no era extraordinario toparse con Carlos en algún evento cultural: presentaciones de libros, conferencias magistrales o exposiciones de arte. Era igualmente posible hallarlo en algún pequeño café, en una universidad, en una calle abarrotada con puestos de falluca, caminando por el mercado de La Lagunilla, observando como niño inquieto el paso de las procesiones guadalupanas rumbo a La Villa, conversando con los vecinos de algún barrio o colonia, como la Buenos Aires o la Candelaria. Desde luego, en su natal colonia Portales, donde habitó durante prácticamente toda su vida.
Carlos fue y es omnipresente. Muy pocos son los intelectuales que, como él, salen a la calle y no solo son reconocidos y saludados, sino que son acorralados por una turba de jóvenes que lo mismo le pedían autógrafos que besos. Parecía que siempre había estado aquí. Tanto pertenecía a esta ciudad que se antojaba eterno. Mauricio Garcés lo menciona en la cinta Modisto de señoras; en una de las películas más emblemáticas de este Distrito Federal, Los Caifanes, hace una breve aparición interpretando a un ebrio y mugroso Santa Claus; y en la tira cómica más mexicana de todas, La familia Burrón, se le ve caminando por la calle mientras carga una pila de libros y habla sobre –¿qué más?– la relevancia literaria de La familia Burrón.
Existe algo más que se volvió clásico: sus prólogos. Innumerables libros que, en su portada, presumen la leyenda “Prólogo de Carlos Monsiváis”, como si fuera el mismo sello de garantía. Esto no es casualidad. Tres cosas lo identificaban: sus anteojos que se engalanaban con un armazón de pasta gruesa y pasada de moda; sus cabellos blancos y absolutamente despeinados, y su curiosidad a toda prueba, que era la misma que la de un pequeño que comienza a conocer el mundo. Carlos era una enciclopedia generosa y sonriente que lanzaba conocimientos por cada centímetro de suelo que pisaba. Todo le interesaba y todo sabía. Por eso, prologó libros de prácticamente cualquier tema social. En el ámbito cultural capitalino fue conocido como “El ajonjolí de todos los moles”.
Era asiduo visitante a los salones de baile; sabía de boleros, de danzones y de albures, a los que definió como “la esgrima verbal”. En su ensayo La ciudad del habla padrísima analizó las formas de lenguaje popular de Chilangolandia. En el Tianguis Cultural de El Chopo era uno de los personajes más solicitados. Paseaba por mercados sobre ruedas, librerías de viejo, pasaba horas mirando cine mexicano, leyendo crónicas antiguas, seleccionando objetos –cientos, miles– que le llenaban los ojos y las manos, y a los que no se podía resistir, como máscaras de luchador, juguetes de madera y latón, grabados, caricaturas, revistas, periódicos de época que ahora integran el fascinante Museo del Estanquillo. Fue cronista y analizó a los cronistas históricos de esta ciudad: Salvador Novo, Luis González Obregón, Artemio de Valle-Arizpe.
Nunca aprendió a conducir un automóvil, esto, según dijo, lo “condenó a la caridad automotriz de los demás”, pero también le dio la oportunidad de convivir con una de las especies más eruditas de la ciudad: los chafiretes, ruleteros o taxistas; los que –al igual que Carlos– saben todo y opinan sobre todo, avalados por la sabiduría que da el volante. Personas de esta misma especie que presumen como trofeo ganado a pulso: “yo una vez llevé a Monsiváis”.
Su imagen, verdaderamente desaliñada y auténticamente inconfundible, es recordada por los capitalinos que lo vieron en todas sus calles y colonias. Carlos poseía el don de la ubicuidad cultural, pues lo mismo paseaba por Garibaldi y el Teatro Blanquita que por la Zona Rosa, Chapultepec, Insurgentes, Xochimilco, la colonia Roma o el Centro Histórico. No distinguía entre un café de intelectuales en la Condesa, un paseo por la avenida Masaryk en Polanco, un bar lleno de actores en Coyoacán, una pulquería en la Pensil, un caldo de Indianilla en la Doctores o la lejana zona de Santa Fe (la Santa Fe antigua más que la nueva; la de los tiraderos de basura y sus pepenadores más que la de los grandes edificios y sus problemas corporativos). Lo mismo asistía a un café de chinos que al California Dancing Club o al Salón Colonia. Igual a El Burro, al Java, al Mata Hari, a La Linterna Verde y al Marroquí que al Cuba Libre, al Quinto Patio, al Follies Bergere, al Tívoli, al María Guerrero y al Billiard Club.
Carlos analizó, describió, se regocijó y se fundió con la Ciudad de México a través de miles de increíbles páginas. Su pluma y su intelecto hablaron de todo. Fue el observador y el actor, el personaje admirado y un paseante más entre todos los paseantes. Sin embargo, su relevancia y su estatura lo ponen en el mismo sitio que Salvador “Chava” Flores, el gran cronista musical de esta ciudad; Armando Jiménez, “El gallito inglés”, autor de La picardía mexicana; y Gabriel Vargas, el legendario dibujante y padre de una familia exquisita compuesta por don Regino Burrón, doña Borola Tacuche, Regino chico, alias “El Tejote”, Macuca y el hijo adoptivo de nombre Foforito.
Carlos Monsiváis, como el gato de Cheshire, se ha ido. Pero su sonrisa pícara, socarrona, intelectual, juguetona y curiosa permanece en esta ciudad como un recuerdo claro de un hombre que se convirtió en la palabra siempre dicha del Distrito Federal.
Foto principal: Manuel Peñalosa / Cortesía familia Monsiváis
Artículo que apareció en el número 37 de Mexicanísimo.