El desfile del desamor
La gente hoy día no quiere saber nada. Por el contrario, su ambición es olvidar lo poco que una vez supieron.
Sergio Pitol, El desfile del amor
En el escenario todo es confusión. Nadie es quien dice ser y nada es lo que parece, todo es impostura. Un disfraz sobre otro. Un juego de máscaras y engaños; cuatro personajes en escena encarnan más de diez en el drama y las cosas se complican al extremo. Es La huerta de Juan Fernández, una comedia de Tirso de Molina que sirvió como inspiración y leitmotiv para El desfile del amor de Sergio Pitol y que, tristemente, también parece un tema recurrente en los últimos días del maestro.
El mes pasado volvieron las noticias sobre su delicado estado de salud pero, sobre todo, se reavivó la intriga sobre su cuidado y tutela. En 2009, Sergio Pitol fue diagnosticado con afasia primaria progresiva no fluente, una forma poco frecuente de demencia que impide, en sus inicios, la producción del lenguaje y comunicación de forma degenerativa hasta incapacitar al paciente por completo. No puedo imaginar un destino más triste y desolador para un hombre de letras.
Conforme avanza la enfermedad, Pitol requiere mayor asistencia. La situación se agravó en 2014 y a partir de entonces se ha visto en medio del fuego cruzado entre sus amigos y colegas de la Universidad Veracruzana y el Instituto Veracruzano de Cultura, y su familia. En 2015, se celebró un juicio de interdicción que nombró al DIF estatal tutor del narrador y traductor, pero esta solución no ha calmado las cosas, antes bien ha acicateado el fuego al autorizar mayor proximidad con el maestro a una u otra facción.
Como en una amarga comedia de enredos y mezquindades, las dos partes se acusan mutuamente de abusos y ocultamiento de información, de haber manipulado la voluntad del escritor, de mantenerlo “secuestrado”, de alejarlo de sus amigos o familiares, de aislarlo, de confinarlo a una habitación, de orquestar eventos o entrevistas en las que se le ve aparentemente lúcido para desviar la atención de los medios, de falsificación de artículos, testimonios y documentos e incluso de robo e intentos de asesinato. Las recriminaciones se convirtieron en denuncias penales. En 2014 se acusó a Luis Demeneghi, primo de Pitol, de haberle suministrado una medicina contraindicada. Por su parte, la familia del escritor pide que se investigue el paradero de las medallas del Premio Juan Rulfo y Cervantes que le fueron entregadas en 1999 y 2005 respectivamente, así como de libros, documentos y otros artículos personales que desaparecieron de su domicilio. Para colmo de males, altos funcionarios de dos administraciones distintas y rivales del gobierno de Veracruz son mencionados con frecuencia en los artículos periodísticos sobre el tema. En fin, basta una búsqueda rápida en internet para obtener material suficiente para una novela. Ojalá fuera eso: una ficción y no una realidad en la que un hombre tan querido y talentoso se encuentra indefenso en medio de aguas turbias y siniestras.
Durante mi breve pesquisa hemerográfica no pude más que sentirme identificada con el protagonista de El desfile del amor. En su novela, Pitol narra cómo el historiador Miguel del Solar se entera, treinta y tantos años después, de un asesinato ocurrido en el edificio Minerva de la colonia Roma en 1942. Es un crimen que le atañe directamente puesto que él vivía en ese mismo inmueble cuando ocurrieron los hechos; sin embargo, no lo recuerda con claridad, quizá porque era apenas un niño. La historia está construida con base en encuentros y entrevistas con sus otrora vecinos: un desfile de personajes estrafalarios que cuenta sus versiones de los hechos. Un complejo entramado de calumnias y falsedades. Algunos exageran, contagian a Miguel y al lector con su paranoia, los más mienten o, simplemente, callan las pistas que nos permitirían acercarnos a la verdad. Todos sin excepción defienden subrepticiamente sus propios intereses. Miguel abandona el proyecto sin haber llegado a la verdad; Pitol ofrece al lector la posibilidad de alcanzar sus propias conclusiones.
Releo las notas de los periódicos que reproducen versiones contradictorias planteadas bajo la fórmula maniquea —¡nosotros los héroes, aquellos los villanos! — y como el personaje de la novela, me siento cada vez más lejos de la verdad. Me entristece hasta la médula el trato que damos a los ancianos y los enfermos en nuestro país, las vejaciones de las que los hacemos objeto. No podemos permitirnos la indolencia ni el olvido. Siento una profunda indignación al saber que una más de las figuras capitales de nuestra literatura está a merced de intereses rapaces en los que el genio se reduce a derechos de autor, regalías, eventuales fundaciones con “expertos” en la materia, que autorizarán los análisis y las lecturas oficiales, arrebatándole esa posibilidad al lector. Ojalá me equivoque. Desde estas letras, le deseo al maestro paz y tranquilidad en sus últimos días y que termine pronto este desfile del desamor.