Muy pocos personajes mexicanos despiertan los sentimientos que Doroteo Arango, individuo confuso, aventado, explosivo, ciego, leal, valiente, enamoradizo, irreverente y festivo, quien ejemplifica en mucho al ciudadano de la calle. Leer sobre el hombre de Durango, su vida y su muerte que son leyenda, representa un reto a la objetividad, ya que, con escasas excepciones, los autores sucumben al odio o al fervor y se cuelgan a juicios innecesarios sobre lo que hizo, lo que debió haber hecho, lo que pudo pensar y lo que ni siquiera se le ocurrió. Pero de que es un polémico y florido héroe nacional, ni duda cabe, es algo así como el alebrije del Norte: multicolor, con tres lenguas y ocho cuernos, con seis ojos y siete patas para correr hacia donde fuera necesario, a la sierra para esconderse o a invadir al país vecino “nada más por joder”.
Villa no deja de ser apasionante, ya sea para criticarlo o para volverse uno de sus múltiples fanáticos, esos que inclusive le rezan y han creado la industria del santo civil para personajes tan inexplicables como Jesús Malverde o el Niño Fidencio. Es merecedor de una mejor película que pueda narrar sus correrías: Vámonos con Pancho Villa ya es muy antigua; Chicogrande se quedó chica; la de Antonio Banderas (Y Pancho Villa como él mismo) es cara, pero penosa; Entre Pancho Villa y una mujer desnuda es un simpático acercamiento al general como ángel guardián (hubiera sido una divertidísima conciencia), pero él pierde su papel protagónico; otras terminan en canciones rancheras y las que tienen subsidio gubernamental manipulan su imagen para mostrarlo como un estadista letrado que conduce a la risa, como ha sucedido con nuestro pasado al entrar a la peluquería de la historia oficial que “blanquea” a nuestros próceres más que a Michael Jackson. En mi particular opinión, Don Pancho da para mucho más.
Alguna vez leí sobre sus múltiples matrimonios. Se habla de que se casó 75 veces, pero que su nieta apenas pudo documentar 18, y se cuentan anécdotas que ocuparían más espacio que su enorme biografía novelada, escrita por Paco Ignacio Taibo II. Pero en esta ocasión quisiera reflexionar sobre los brazos de Villa, esos dos personajes que, a su lado, participaron en algunas de las batallas más memorables de la Revolución Mexicana. Me refiero a Felipe Ángeles y Rodolfo Fierro.
Me parece que Felipe Ángeles es uno de los héroes menos reconocidos en nuestro altar cívico (que, por otro lado, no me queda claro de qué serviría reivindicarlo, pero en fin). Disciplinado, metódico, estudioso, el militar perfecto que todo presidente del país quisiera tener a su lado, este hombre de Zacualtipán, Hidalgo, era el cerebro tras la atractiva personalidad de Villa. Ángeles planeaba, medía los alcances de la batalla, seleccionaba la ubicación de los cañones, utilizaba con precisión el armamento, controlaba a la tropa y evitaba desmanes tras los combates, es decir, cumplía con su deber. Era un hombre de palabra que hizo su mejor esfuerzo por ser fiel a sus códigos.
Por otro lado, irreverente, violento, salvaje, cruel, borracho, Rodolfo Fierro era conocido como “el Carnicero” y no precisamente por dedicarse a esa profesión. Asesino compulsivo, verdugo permanente, impulsivo hasta la temeridad, era sin embargo fiel al general y, en muchos momentos, absorbió la responsabilidad de los trabajos sucios.
Trato de imaginar, por un momento, las charlas entre estos tres personajes, previas a la toma de alguna ciudad. La luz de un quinqué dentro del vagón de ferrocarril; el olor a hombre en guerra; los lugartenientes acomodados en bancos improvisados; el miedo que siempre se niega; la llegada del Centauro del Norte; las normas a implantar entre la tropa; el plan de la batalla, pero también las charlas inútiles a media tarde, con alguna soldadera al pendiente de las tortillas y de otras necesidades de Pancho; la voz en estéreo de Arango; la simple convivencia diaria entre aquellos extremos del comportamiento humano. Imagino que nunca tuvieron nada que decirse, salvo proteger a Villa, obedecer a Villa, ganar con Villa y por Villa, el resto solo silencios.
Me cuesta trabajo imaginarlos sentados en la misma mesa, me parece fascinante soñar con esos instantes y cómo logró Villa coordinar, que no unificar, sus maneras de actuar. Soñando todo se vale. Fierro con ataques suicidas, atrabancado; Ángeles siempre calculador, estratega; y en medio un personaje tan mexicano como voluble, tan disparejo como cercano, al que la vida lo puso a cargo del que considero el mejor ejército de la época –a excepción, tal vez, del de Obregón, que lo derrotó siempre–. Lo que no deja espacio para la duda es la brillantez de ambos en esos meses de triunfos sorprendentes, cuando el hombre de Durango encontró en ambos el balance que lo volvió mítico.
En 1915, con pocos meses de diferencia, Villa perdió ambos brazos, el irracional, ahogado en una represa en circunstancias poco claras; el otro, el respetuoso, abandonándolo por diferencias en la manera de conducir el ejército. A partir de ahí el gran Doroteo Arango no fue el mismo, aunque pese a las derrotas fue capaz de sobrevivir algunos años más como hacendado, hasta aquella mañana en Parral donde en una esquina lo uniformaron de plomo.
El Pancho de los arrebatos y las escenas actuadas para la televisión norteamericana, pero también el de valor temerario fue, y sigue siendo, una de nuestras estrellas en el programa nacional, Pero tras él, en la sombra escandalosa o en la discreta distancia, dos mexicanos ayudaron a construir su leyenda.