Por Eunice Hernández
Tibor, vajilla o azulejo, la talavera poblana ha acompañado las construcciones más fastuosas del barroco poblano como elemento arquitectónico, y como utensilio ha estado presente en las cocinas, mesas y tertulias de generaciones de familias mexicanas.
Belleza y técnica que se funden para cumplir una doble función, tanto estética como utilitaria, la talavera nos entrelaza con nuestro pasado colonial. Sus influencias chinas, árabes, italianas y españolas nos remontan a la mezcla cultural que inició con la búsqueda de la ruta de las especias y su manufactura artesanal enaltece la sabiduría popular de los talleres.
Los orígenes de la talavera poblana son inciertos, ya sea que haya sido introducida por los frailes dominicos para embellecer sus conventos, o bien, que fuera desarrollada por algunos de los primeros colonos de la ciudad, tras su fundación en 1531, quienes habrían sido maestros alfareros provenientes de la región de Toledo, la producción de este tipo de cerámica comenzó en Puebla de los Ángeles desde época temprana, en el siglo XVI. Durante el Virreinato se le conoció como loza blanca para diferenciarla de la loza colorada, es decir, de las ollas y cazuelas comunes hechas de barro. Desde finales del siglo XIX, el término talavera se popularizó en México debido a la similitud en estilo y composición existente entre la loza poblana y aquella producida en tiempos de la Colonia en la ciudad ibérica de Talavera de la Reina, en la región central de España.
Técnicamente, la talavera es un tipo de mayólica, la cual fue introducida por los árabes a la España musulmana antes de la era de los descubrimientos. Maravillados por la excelencia de la porcelana traída de China, los alfareros europeos experimentaron con el arte del vidriado para alcanzar la excelencia oriental. Dado el estándar de producción alcanzado por los talleres de Talavera de la Reina, su nombre se convirtió en el Imperio español en sinónimo de loza fina. No obstante, aunque la ciudad española fue la razón de ser de este término, con los vaivenes del tiempo Puebla se apropió del vocablo con tal fuerza que mientras actualmente en España la palabra talavera está en desuso, en México –y en gran parte del mundo– el término hace alusión al espíritu de Puebla de los Ángeles.
El siglo de oro de la talavera
A mediados del siglo XVII inició el siglo de oro de la talavera poblana: vajillas, jarrones, frascos medicinales, lavamanos, pilas bautismales, conventos, iglesias, edificios, casonas, cocinas y boticas se inundaron del color blanquecino y reluciente de la loza poblana, cuyas ordenanzas fueron redactadas por el virrey de la Nueva España en 1653, a petición de los maestros alfareros establecidos en Puebla.
Examinación necesaria para ejercer el oficio; dimensión, grosor y colores específicos para su fabricación; requerimiento de la firma del taller para identificarlo; aprendizaje a través de los maestros del gremio; prohibición de la reventa; y una detallada diferenciación entra la loza común, entrefina y fina, fueron algunas de las cláusulas que decretaba las ordenanzas de 1653, las cuales fueron ampliadas y clarificadas en 1682 cuando estalló la discusión de que el azul aborronado o plumeado debía únicamente utilizarse para la loza fina.
¿Sabías que la industria de la talavera ocupa actualmente a unos 200 trabajadores?
De este modo, la escasa ornamentación y algunas pinceladas verdes y amarillas –colores inferiores, según los alfareros de la Puebla novohispana– se designaron para la loza común utilizada principalmente en recipientes de cocina. Platones, jarras, saleros y otros objetos de uso cotidiano en recámaras, comedores y boticas formaron la llamada loza entrefina, mientras que la decoración artística con motivos azules sobre fondo blanco se limitó para la loza fina, la cual debería de ser producida a semejanza de la cerámica de Talavera de la Reina. Además, con la ampliación de las ordenanzas de 1682 se sumó una nueva categoría: la loza refina, decorada a la manera china.
Ubicada estratégicamente entre los dos puertos más importantes de la Nueva España, Puebla se constituyó como un enclave cultural y comercial donde confluía el mundo en ese entonces conocido: las flotas europeas llegaban por la Villa Rica de la Vera Cruz y se cruzaban en Puebla con las mercancías traídas de Oriente por el Galeón de Manila.
Al igual que sus pares europeos, los alfareros poblanos imitaron y reinterpretaron la ornamentación de la porcelana china: aves, garzas, flores e incluso personas trabajando en el campo se sumaron a los diversos estilos de la talavera poblana, como la decoración geométrica de la tradición morisca o los motivos florales y escenas seculares o religiosas, propias del estilo de Talavera de la Reina, para hacer de la cerámica poblana un microcosmos que proveyó a México de colorido, placer y leyendas.
Leyendas y recetas de cocina
Elemento decorativo por excelencia de la gastronomía barroca como, por ejemplo, en las majestuosas paredes de la cocina del Convento de Santa Rosa, donde don Artemio de Valle Arizpe situó –equivocadamente– la leyenda de la invención del mole, la talavera poblana se convirtió en un objeto tan preciado de la Nueva España que cuentan que durante la recepción del virrey don Juan Francisco de la Cerda y Leyva se regalaron a los asistentes piezas de la vajilla real producida especialmente en los talleres de talavera de Puebla, para que tuvieran un recuerdo del México virreinal.
Su importancia en la vida cotidiana mexicana ha quedado inmortalizada en los bodegones costumbristas de Agustín Arrieta, en los lienzos de Germán Gedovius e incluso, en obras contemporáneas de Gabriel Figueroa, pues la talavera trasciende su esencia de objeto artesanal para devenir en herencia nacional y convertirse en el protagonista de los bodegones mexicanos.
No obstante, la irrupción de la sensibilidad neoclásica, la importación de vajillas europeas y más adelante, los vientos de la guerra de Independencia disminuyeron, desde mediados del siglo XVIII, la producción de talavera en Puebla. A pesar de la adversidad, como señala la historiadora del arte Leonor Cortina, la loza poblana del siglo XIX también sobresalió y se distinguió por su manejo del color: el azul aborronado, que había caracterizado a la producción novohispana, se reemplazó por un tono más claro, el azul punche, y por nuevos coloridos como el marrón y el malva, los cuales se incorporaron a la loza poblana.
¿Sabías que los colores de la talavera se elaboran de manera artesanal mediante la oxidación de los minerales, sometiéndolos durante ocho horas a una temperatura de 850°C? El azul se obtiene del cobalto, el verde del cobre, el amarillo del antimonio, el rojo de la amatita y el negro del fierro.
Azul grueso, azul fino, amarillo, verde, colorado y negro son los seis colores originales de la talavera, término que alcanzó la categoría de denominación de origen en 1997 para referirse, a pesar de sus orígenes españoles, a la cerámica mayólica producida únicamente en el estado de Puebla, principalmente en la capital poblana y en las ciudades de Atlixco, Cholula y Tecali.
Producida con una mezcla de barro negro, que es muy arenoso y maleable, y del barro blanco, que soporta temperaturas muy altas, –ambos obtenidos en el estado de Puebla– el proceso de fabricación de la talavera se ha mantenido prácticamente sin modificaciones desde la época novohispana. Su creación es fruto de la minuciosa paciencia artesanal: una vez mezclado, el barro se decanta y permanece de quince a veinte días en la intemperie para que pierda humedad. Luego se amasa con los pies y se le da forma con la ayuda del torno. Las piezas moldeadas reposan de dos a seis semanas antes de la primera cocción. Horneadas a una temperatura de casi mil grados, se obtiene una primera cerámica de color rojizo conocida como jagüete o sancocho, la cual se sumerge en una tina de esmalte llamado alarca para lograr el vidriado. Posteriormente, comienza el pintado al crudo, es decir, el proceso de ornamentación con colores minerales que son aplicados con pinceles, para luego someter la pieza a una segunda cocción de ocho horas a mil grados para que surjan los colores brillantes de la talavera.
La reinvención de la talavera
“La artesanía –escribió Octavio Paz en su ensayo ‘El uso y la contemplación’– no quiere durar milenios ni está poseída por la prisa de morir pronto. Transcurre con los días, fluye con nosotros, se gasta poco a poco, no busca la muerte ni la niega: la acepta”.
La muerte ha rondado a la talavera poblana desde finales del siglo XIX, cuando de los veinte talleres registrados en las ordenanzas de 1653 sólo quedaron seis, para convertirse hacia 1923 en tan sólo cuatro, de los cuales algunos de ellos como el taller de Ysauro Uriarte –el primero en introducir electricidad al espacio de trabajo– continúa fascinando con piezas de talavera a sus visitantes.
Sobreviviente del desuso y de los tiempos acelerados de la industrialización, la talavera ha logrado perdurar como un objeto vivo en la cultura y arte mexicanos. Las colecciones de talavera del Museo Franz Mayer, Museo José Luis Bello, Museo Nacional de Historia y del Museo de Arte Virreinal dan cuenta de su riqueza estilística. Iniciativas como la exposición “Alarca, 54 artistas contemporáneos”, impulsada por Angélica Moreno, en la cual participaron creadores como Cisco Jiménez, Magali Lara, Fernando Medina, Vicente Rojo y Betsabeé Romero, entre otros, es testimonio de la maleabilidad expresiva de esta técnica milenaria que, en Puebla, ha perdurado como la más exquisita receta de cocina.
Eunice Hernández. Es escritora y gestora cultural. Estudio la licenciatura de Comunicación en la Universidad Iberoamericana, la licenciatura de Historia en la UNAM y el master de Cultura Histórica y Comunicación en la Universidad de Barcelona. Actualmente, trabaja como Subdirectora de Vinculación y Comunidades del Centro Cultural Universitario Tlatelolco y colabora como articulista en revistas culturales.