El 19 de junio del 2017 se cumplieron 150 años de una fecha por demás simbólica: la del fusilamiento del emperador Maximiliano en el Cerro de las Campanas, Querétaro, el 19 de junio de 1867. Junto a él, fueron ejecutados los militares conservadores Miguel Miramón y Tomás Mejía. El primero, llamado “El joven Macabeo”, y quien tenía fama de valiente y buen estratega, ha sido, hasta hoy, el mexicano más joven en ostentar el cargo de presidente de la República. En cuanto al segundo, el general Mejía, puede decirse con tristeza que es el menos conocido de los tres, y que es frecuentemente malinterpretado e injustamente tachado de traidor. Ninguna de estas circunstancias, sin embargo, se compara con el cruel destino que le aguardaba al general después de muerto. Sí, después de muerto, porque su castigo y su vergüenza pública no terminaron en el momento de su deceso, sino que se prolongaron durante algunos meses más. Vayamos al principio.
José Tomás de la Luz Mejía Camacho era un indio otomí. Nació en el pequeño poblado de Pinal de Amoles, Villa de Jalpan, en la Sierra Gorda de Querétaro. Si se afirma que origen es destino, en el caso de Mejía esto se cumplió al pie de la letra, pues desde su nacimiento hasta su muerte sufrió de una pobreza absoluta. Su carrera como militar fue obra de la suerte: cuando tenía 21 años, un par de milicianos que inspeccionaban la zona donde vivía, lo observaron montar y domar caballos. Su destreza les llamó la atención, por lo que le ofrecieron el grado de alférez y lo enviaron al estado de Chihuahua a combatir a los apaches. Uno de estos militares era José de Urrea, quien se haría famoso por retar y mostrar su desaprobación con algunas de las decisiones más polémicas del entonces presidente Antonio López de Santa Anna. Cuando el presidente, por ejemplo, ordenó al ejército retirarse de Texas y dar todo por perdido, Urrea le envió una carta en la que lo tildaba de cobarde y lo responsabilizaba de la derrota, pues, a su parecer, la victoria por parte de los mexicanos era posible sin mayores complicaciones.
Ya como parte de la milicia, Mejía participó en la defensa de México durante la invasión estadounidense, en la Guerra de Reforma (apoyando al bando conservador, desde luego) y, específicamente, en la Batalla de Tacubaya, en la que las tropas del general Leonardo Márquez vencieron a las de Santos Degollado. Por sus méritos en esta última, recibió el ascenso a general de división.
Cuando Maximiliano llegó a nuestro país, el general Mejía se mostró dispuesto a apoyarlo, no tanto por simpatizar con la causa francesa, sino porque sus convicciones le impedían estar del lado de los liberales. En aquel tiempo, la sociedad mexicana estaba tan polarizada que el escenario se había dividido entre buenos y malos. Tanto para los liberales como para los conservadores, los otros eran siempre los malos. Los conservadores señalaban a los liberales por renegar de la religión católica y por su extrema afinidad con los Estados Unidos y su ideología protestante; en tanto, los liberales se burlaban de sus opositores por católicos, tradicionalistas, santurrones y “mochos”. Les reclamaban el hecho de que suspiraran por el pasado impuesto por Europa y no por el futuro que los Estados Unidos representaba. Buenos contra malos, liberales contra conservadores, católicos contra protestantes, Europa contra Estados Unidos. Expansionismo bueno contra expansionismo malo. En la práctica, mexicano contra mexicano. Esta es una de las razones por las que es injusto tachar de villano o traidor a los personajes que participaron en la vida nacional durante aquel tiempo, pues tanto liberales como conservadores actuaron como mejor les dictó su conciencia, y su conciencia les aseguraba que estaban peleando por México.
Pues bien, Mejía, devoto católico, consideró que el lado correcto era el de los conservadores. Por ello, en cuanto se encontró frente a frente con Maximiliano, le dijo sin mayor preámbulo unas sencillas pero reveladoras palabras: “Señor, no sé hablar ni mucho menos decir lo que otros quieren que diga. Soy un soldado rudo que está dispuesto a derramar su sangre por usted, y le juro que sabré morir a su lado si la suerte nos enviara juntos al patíbulo”.
Irónicamente, sus palabras fueron proféticas, pues el 19 de junio, ya frente al pelotón de fusilamiento, el general Mejía ostentó, debajo de sus ropas negras, la banda que identificaba su rango militar. Miguel Miramón en medio, pues Maximiliano le cedió el lugar para reconocer su figura y su valor, y a los extremos el emperador caído y el propio Mejía. Según testigos, fue el general Tomás Mejía el único de los tres sentenciados en mirar fijamente a los soldados que estaban a punto de ejecutarlos.
Los tres cuerpos recibieron tratos por demás curiosos: el de Maximiliano fue embalsamado torpemente. El doctor que lo hizo, le cortó mechones de barba y cabello, así como pedazos de piel, para venderlos como recuerdos. Tan deficiente fue su trabajo, que muy pronto el cadáver comenzó a descomponerse y no hubo más remedio que colgarlo de cabeza durante varios días para que los líquidos utilizados por aquel doctor se drenaran por completo. El cuerpo de Miramón fue entregado a su viuda, Conchita, quien lo sepultó en el Panteón de San Fernando. Cinco años después, cuando doña Concepción se enteró de que el presidente Juárez había muerto y que sería enterrado en el mismo cementerio, dispuso que los restos de su marido fueran exhumados y trasladados a la catedral de Puebla. Pero Tomás Mejía, comandante de la Caballería del Imperio, no tuvo tanta suerte.
Tan pobre era el general, que su viuda (Agustina Castro, madre de un hijo recién nacido), al no contar con los recursos necesarios para sepultarlo, sentó el cadáver embalsamado en la sala de su casa y lo dejó allí durante varios meses. El acartonado cuerpo, vestido con riguroso traje negro y la mano derecha colocada sobre el corazón, se mantuvo en una silla de madera, mientras un sombrero, colocado enfrente, solicitaba la ayuda económica de los visitantes para lograr el milagro que suponía la inhumación. Después de algunos meses, un alma caritativa se compadeció y le obsequió a la viuda una tumba en el panteón de San Fernando, donde reposa hasta hoy, a tan solo unos metros de distancia del ostentoso monumento funerario de Benito Juárez. Muy pronto se difundió una versión que aseguraba que el alma caritativa que donó la tumba fue el propio Juárez.
En su testamento, el general Tomás Mejía dispuso su última voluntad de pobreza: “Dejo a mi hermano una casa de adobe y dieciocho vacas que tengo en Tolimán”.
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