Para ir a mi oficina, un par de veces a la semana recorro caminando veinte calles en una rutina que me despereza, que a veces me permite leer –con riesgo de caer en un hoyo– y me invita a descubrir a otros ciudadanos de este trozo de planeta en su diario trajinar. El paseo también me ha ayudado a comprobar que el automóvil suele ser una prisión y que no soy más ni menos importante, rico o famoso por el hecho de usar un vehículo o dejar de usarlo, así tenga calefacción, quemacocos y quinientos caballos de fuerza. Entre otras cosas, también le doy a mi cuerpo el uso para el que lo creó la vida.
Caminando me siento más cercano a la realidad. En el recorrido encuentro de todo: adolescentes festivos, niños inquietos, adultos serios; gente vistiendo con elegancia y pordioseros durmiendo entre periódicos junto a los accesos al metro; vendedores y compradores, contentos y penitentes, reflexivos y escandalosos. Van a la oficina, a la escuela o a perder el tiempo en algún lado; acomodan sus puestos para la venta de revistas, golosinas y hasta gadgets electrónicos casi auténticos. Encuentro choferes dispuestos a comerse al conductor del auto de junto, peatones y ciclistas a la deriva, policías, boleros, limpiadores de parabrisas y hasta una vendedora de flores que hace su lucha para embellecer el paisaje. Paso al lado de un local de AA donde se reúnen enfermos alcohólicos para buscar sus propias respuestas y junto a varias farmacias donde otros van a solicitar respuestas ajenas; un local clausurado hace dos glaciaciones y un edificio en construcción que parece hormiguero; una tienda de colchones y un puesto que promueve sin pudor películas pornográficas; y una cafetería cuyo olor es adictivo. Parece mentira que, amontonados como estamos, en veinte calles de esta congestionada ciudad descubro más rostros deambulando de los que viven en muchos pueblos.
En la ruta puede también leerse el país y no sólo a través de los encabezados (muchos de ellos, patéticos) que se asoman en los tres puestos de periódicos, sino en rostros preocupados, cansados, dispuestos a la explosión instantánea; en la violencia urbana de automovilistas que protestan la pérdida de un segundo con el lenguaje apocalíptico de sus bocinas; en el caos tradicional frente a la estación de camiones; en la proliferación de puestos ambulantes que prefieren vivir en la ley de la selva que ajustarse a la legalidad que les proporciona casi nada; en las enormes filas para abordar transportes sobrecargados; en la basura que penosamente se acumula en dos o tres sitios como si fuera –de hecho, lo es– tierra de nadie; en miradas sumisas y expresiones sepia; en muchas imágenes que conducen al desconsuelo pero que también, meritoriamente, a veces permiten que se asome la luz.
Con una disciplina casi perfecta, cada mañana una mujer eterna que podría tener ochenta años sale a la calle frente a su pequeñísima vivienda con una bolsa de pan que, lentamente, desmorona en su trozo de banqueta. Tras el obsequio, una decena de sanates, una paloma de gordura burocrática y un par de mínimos pájaros indescifrables aterrizan a desayunar. La mujer se recarga en un árbol, los mira un instante y algo les dice, segura de que ellos entienden, antes de regresar al mismo paso cansino de vuelta al zaguán verde pistache y a su vida de todos los días. Aquella mujer no incrementa el producto interno bruto ni protesta en redes sociales por los últimos desaparecidos, no consume drogas ni pide recuento de votos, solamente da comida a las aves que de cualquier manera se hubieran alimentado con otras migajas. Pero la humanidad, a veces, depende de esas bolsas de pan y la paciencia de las personas que las reparten.
Sigo mi camino. Con frecuencia, aún viéndola, no la veo. Requiero de una dosis de curiosidad para preguntarme si este día he pasado antes o ella ha adelantado unos segundos su aparición. Desconozco si es viuda, si se llama Veneranda o si tiene diabetes; no puedo responder si vive sola o si recibe una de las magras pensiones que dan los gobiernos buscando que los ancianos les regalen su voto. Sigo mi camino, pero me reconforta la constancia con la que esa abuela cumple su proyecto, sin pedir encabezados en los diarios, exigir un pago o reclamar compensaciones, con la única intención de ver a las aves descender, pelear por un trozo de pan y huir ante cualquier movimiento lejano que las ponga en riesgo. Ella no sonríe, no va vestida de fiesta, no tiene un rostro angelical ni es personaje de película de Disney, tal vez ni siquiera tenga nietos o sea la abuela perfecta, es sólo una mujer adulta con una bata ajada y unas pantuflas tristes, que destruye con migajas los mitos sobre que el mundo está enfermo y nadie hace algo por los demás y el país se va a acabar sin que podamos hacer nada.
Foto principal: Karina Flores