La riqueza de la cultura maya es infinita, pues abarca cerca de 3,000 años. De aquellos grandes héroes de la antigüedad maya, de los sabios, dirigentes y adivinos, hoy conocemos apenas algunos cuantos nombres y un puñado de sus virtudes.
El primero en la lista es Zamná, un sacerdote y líder que guió por la selva a un grupo de mayas que provenían del actual Quintana Roo. Su destino siempre fue claro para él: tenía que fundar una gran ciudad, y lo hizo. Bajo su mirada fue edificada Chichén Itzá, alrededor del año 525, la cual, con el tiempo, se convertiría en uno de los principales centros políticos y religiosos de toda la región.
Fue él quien puso nombre a algunos de los sitios emblemáticos de la Península de Yucatán, pero además, las leyendas afirman que instruyó a su pueblo en el cultivo del henequén y del agave. Con los años, se le convirtió en dios. Con su nuevo nombre, Itzamná, se le relacionó con el rostro del Sol, la lluvia, la agricultura y la medicina.
El siguiente personaje es mítico, histórico y mágico. K’inich Janaab’ Pakal fue el gobernante del estado de B’aakal, cuya sede era la ciudad de Palenque. Aunque asumió el poder a los doce años de edad, supo guiar a sus súbditos hacia épocas de esplendor y opulencia. Impulsó la arquitectura y el arte, con lo que Palenque alcanzó una belleza nunca antes vista.
Ocho siglos después de la muerte de Pacal, sucedió un acontecimiento que cambiaría la historia del México aún sin construir.
El 15 de agosto de 1511, un barco español zarpó del puerto de Darién, en Panamá. Al tercer día de navegación, una feroz tormenta los hizo naufragar justo frente a las costas de Jamaica. Del total de pasajeros, solo dos permanecieron con vida: el fraile Gerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero.
Mientras que Aguilar permaneció firme en su fe católica y en sus costumbres europeas, Guerrero, un soldado con experiencia en la conquista de Granada, cedió ante las muy hermosas tentaciones que el cacique les enviaba, pero también se hizo perforar las orejas y tatuar su rostro, comenzando así un verdadero proceso de inculturación. Desempeñó al pie de la letra los trabajos que le imponían y les enseñó a los nativos algunas tácticas de combate, con lo que lograron, finalmente, vencer a sus eternos enemigos, los cocomes.
Finalmente, murió en medio de una batalla en Honduras, el 14 de agosto de 1536, convirtiéndose así en el padre del mestizaje, y sus hijos, en los primeros miembros de una nueva raza que habría de poblar la mayor parte del continente. Su nombre y el de su mujer fueron inmortalizados en una estrofa del himno del estado de Quintana Roo.
Aunque el fraile Aguilar regresó con los suyos, jugó un papel determinante en los acontecimientos que habrían de venir. Gracias a la Malinche y al padre Aguilar, Cortés logró comunicarse con los nativos por medio de una triangulación de lenguas: el conquistador le hablaba en español a Gerónimo de Aguilar, quien se lo traducía al maya a Malintzin, quien finalmente transmitía el mensaje en náhuatl.
Fue precisamente la tradición oral la que logró preservar gran parte del conocimiento maya luego de la destrucción ordenada por fray Diego de Landa, uno de los primeros franciscanos en arribar a Yucatán. Dedicado a la evangelización durante más de tres décadas, al observar que los nativos mantenían sus creencias disfrazadas con la careta del cristianismo, ideó un plan que él mismo explicó y llevó a cabo: “Hallámosles gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos”. Escribió Relación de las cosas de Yucatán, obra indispensable para entender aquel pasado majestuoso. Incluso fomentó el trabajo de Gaspar Antonio Xiú, un sabio maya que aprendió la gramática castellana mejor que los propios españoles, y que escribiría otro libro cumbre: Relación de las costumbres de los indios de Yucatán. Xiú fue también un notable abogado que defendió la causa indígena.