La historia está llena de personajes que, con el tiempo, los hemos convertido en verdaderos héroes. Mucho de lo que se dice o cuenta de ellos es una mezcla entre verdad y ficción, que los convierten en leyenda. Indagar si los Niños Héroes eran tan valientes y patrióticos como se cuenta o si Juan Escutia de verdad se envolvió en la bandera de México y se aventó desde el Castillo de Chapultepec para que, simbólicamente, la nación no cayera en manos de los gringos; o si realmente Cortés le quemó los pies a Cuauhtémoc porque no le de daba pista alguna de dónde escondía los supuestos lingotes de oro azteca; o si La Llorona era en realidad la Malinche que lloraba la muerte de su pueblo, es un ejercicio posible pero desalentador. La historia sería muy aburrida sin esos tintes de ficción que nosotros mismos le otorgamos. Sin embargo, hay personajes cuya vida fue tan asombrosa que aunque parece mentira, lo que se dice en sus biografías no es más ni menos que el registro de lo que realmente fueron, tal es el caso de Juana Inés de Asbaje y Ramírez, mejor conocida por su nombre religioso, Sor Juana Inés de la Cruz.
Escritora, monja, mujer novohispana, figura pública de la cultura de su tiempo, Sor Juan nació el 12 de noviembre de 1648, aunque algunos aseguran que fue en 1651, lo cierto es que fue en San Miguel Nepantla, en el Estado de México. Hija de un español y de una criolla, en pocas palabras, nacida en una familia acomodada de la Nueva España. Lo que sigue en su cronología de vida nadie se lo inventó, ella misma lo narra en su famosa carta Respuesta a la muy ilustre Sor Filotea de la Cruz en donde cuenta que a la temprana edad de tres años aprendió a leer y a escribir, debido a que acompañaba a su hermana mayor a las lecciones que le daban, pues, modestia aparte, dice: “Lo que sí es verdad que no negaré (lo uno porque es notorio a todos, y lo otro porque, aunque sea contra mí, me ha hecho Dios la merced de darme grandísimo amor a la verdad) que desde que rayó la primera luz de la razón, fue tan vehemente y poderosa la inclinación a las letras, que ni ajenas reprensiones, ni propias reflejas han bastado a que deje de seguir este natural impulso que Dios puso en mí”.
Si a los tres años aprendió a leer, a los seis quiso entrar a la universidad, pero se topó con las normas sociales de una época que frente a su inteligencia voraz resultaban atrasadas, que le impidieron acceder a una educación formal por su condición de mujer. Sin embargo, esto no fue un obstáculo para la Décima Musa, quien en la enorme biblioteca de su abuelo encontró toda la sabiduría que buscaba. Se convirtió en su propia maestra y una muy dura, pues cuenta que siendo aún muy joven se impuso la condición de cortarse el cabello y si cuando volviera a crecer no había aprendido una lección completa de gramática, lo volvía a cortar, porque consideraba que no servía de nada una cabeza adornada de cabello hermoso si era una cabeza desnuda de ideas.
Su ingreso a la orden Carmelita y posteriormente la de San Jerónimo resulta un tanto incongruente con la personalidad tan rebelde de Sor Juana, pero nuevamente el contexto social se impuso. Pues en el México colonial, las mujeres solo tenían dos opciones de vida: la de servir a Dios como monjas o entregarse al matrimonio y a los menesteres propios del hogar. Por supuesto, Sor Juana no tenía interés ni en una ni en otra; sin embargo, la vida conventual le ofrecía mayor posibilidad para realizar su “natural impulso hacia las letras”. Y no la pasó nada mal, ya que gozó de libertades que sus hermanas religiosas no, tenía a su disposición algunas sirvientas, podía salir del convento, recibir visitas y dedicar suficientes horas a su labor intelectual, esto explica su extensa y exquisita producción literaria (180 volúmenes), pues de haber vivido las verdaderas condiciones de la vida de una monja, probablemente su nombre hubiera caído en el olvido.
Fue una mujer embelesada por el conocimiento y el saber, todo para ella era objeto de reflexión filosófica, desde las medidas de la celda donde dormía, hasta los árboles de los jardines del convento, e incluso cosas tan banales como cocinar un huevo. En la Respuesta a Sor Filotea comenta con mucha sorna: “¿Qué os pudiera contar, Señora, de los secretos naturales que he descubierto estando guisando?“ y de inmediato se suelta con una profunda disertación sobre los procesos físicos que observó mientras freía un huevo, para terminar diciendo, “creo que os causará risa; pero, Señora ¿qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina?”
Pero Sor Juana no era cualquier mujer, su portentosa obra literaria que fue impresa en España, lujo que pocos novohispanos gozaron, las polémicas que libró de este y el otro lado del Atlántico, la protección que el quinto virrey de Nueva España y su esposa siempre le brindaron, así como lo que ella misma relata de su inteligencia excepcional son prueba irrefutable de su celebridad en una época de tanta restricciones para la mujer, más aún para una dedicada a las letras.