Intensidad y pasión. Con esas dos palabras bien puede describirse la manera en que vivió Emilio “el Indio” Fernández, el mítico director y actor del cine mexicano, cuya energía irradió a sus mejores películas e incluso fuera de ellas a través de sus aventuras, romances, premios, hazañas y escándalos.
Nacido el 26 de marzo de 1904 en Coahuila, hace 111 años, “el Indio” Fernández se inició en el cine de Hollywood en la década de 1920, donde llegó a participar en varias películas como extra, bailarín y actor. Al cine mexicano se incorporó en los años treinta como actor, actividad que hasta su muerte alternaría con la de director. En estos primeros años, interpretó papeles protagónicos en cintas como Janitzio (Carlos Navarro, 1934), un relato indigenista que le sirvió de inspiración en sus futuras realizaciones.
En 1941 tuvo la oportunidad de debutar como director en La isla de la pasión, pero fue hasta 1943, con la película Flor silvestre, cuando revelaría su enorme talento. A ello contribuyó su encuentro con los actores Dolores del Río y Pedro Armendáriz, el fotógrafo Gabriel Figueroa y el argumentista Mauricio Magdaleno, con quienes inició una fecunda relación que le permitiría, en los diez años siguientes, realizar un conjunto de obras maestras.
Las películas de “el Indio” Fernández –especialmente las filmadas entre 1943 y 1949–, como María Candelaria (1944), La perla (1945) o Pueblerina (1948), dan cuenta de un torrente de enorme poder dramático, un cine que alude a la vulnerabilidad de la condición humana, a sus ritos y sus sacrificios. En ellas domina un sesgo trágico que habrá de determinar el destino de los protagonistas. En estos relatos, donde predominan ambientes rurales e indígenas, Fernández se interna por los conceptos que a él le interesaban en torno al México de la transición posrevolucionaria: las tradiciones, el honor, la moral, la libertad y la esperanza. El suyo era un discurso asociado al nacionalismo de la época –alimentado por su admiración por el general Lázaro Cárdenas–, creyente del mensaje edificante de la mexicanidad emergente, del mismo modo en que se manifestaba en otras artes, como en el muralismo de Diego Rivera o en la música con Silvestre Revueltas. No obstante, sus mejores películas no estuvieron limitadas por esta pretensión. Es presumible que su interés político fuera honesto pero no central en su obra. Por encima de esto, brota su sensibilidad y su elocuencia para referirse a situaciones complejas, donde sus personajes son arrojados a un espiral que pone a prueba su fe, entereza y dignidad.
No se trata de un cine estrictamente costumbrista o realista, ni tampoco de uno crítico sobre la realidad mexicana de entonces. El cine de “el Indio” se sitúa en los márgenes de lo poético, encauzado por su ritmo y su intensión narrativa y, desde luego, por la estupenda fotografía de Figueroa, cuya aportación no solo permite descubrir la belleza o la fuerza de los rostros y los paisajes mexicanos, sino que compone las atmósferas propicias donde es posible asomarse a las tragedias que se urden.
Otra veta temática interesante que “el Indio” exploró en el cine con mucha fortuna, fue la Revolución Mexicana, a la cual se aproxima en sus clásicos como Flor silvestre (1943), Las abandonadas (1944), Enamorada (1945), Río Escondido e incluso, ya en su ocaso como cineasta, en Un dorado de Pancho Villa (1966).
Fernández supo moverse entre las dos brechas genéricas de mayor auge en el cine mexicano: las propias de los ambientes rural y urbano. En este último, Fernández introdujo su mirada curiosa y febril en el mundo de los cabarets y los arrabales de la Ciudad de México, convertida ya en el vértice absoluto del desarrollo del país, es decir, el núcleo urbano como modelo de progreso que dejaba atrás su origen campesino.
Ya en Salón México (1948), Fernández había explorado con fortuna al cine de arrabal, un subgénero híbrido del cine nacional en el que cabían todas las truculencias imaginables, ambientes sórdidos y malsanos, como los cabarets y los presidios; personajes exóticos como las rumberas y los padrotes; héroes y heroínas con cierta laxitud moral que debían hacer frente a una larga retahíla de fatalidades, tentaciones y pecados que ponían a prueba su temple y su nobleza, en muchas ocasiones no eran lo suficientemente sólidas para resistirse a esos embates.
En Víctimas del pecado, Fernández da rienda suelta a su desbordada imaginación para fabricar una fantasía arrabalera en clave de melodrama. A la figura protagonista que encarna la fogosa cubana Ninón Sevilla, se le opone el personaje de Rodolfo Acosta, un maldito TRUHÁN que debe escribirse así, con mayúsculas, pues a lo largo del relato confecciona un nutrido catálogo de vilezas, desde las que son de cajón, como golpear a una mujer, maltratar a un niño o matar a la taquillera de un cine al que atraca (bueno, la taquilla del desaparecido Cine Lido nos da una idea que sus ambiciones como asaltante son más bien modestas), hasta otras más infames, como obligar a una de sus amantes a que tire a su bebé a la basura o que fuerce a ese mismo chamaco, más grandecito, para que lo ayude a cometer un asalto.
Después de 1960, el esplendor del cine de Fernández se difuminó paulatinamente. Su filmografía evidencia este proceso degradativo, pues de su afortunado inicio en el que figuran las películas ya mencionadas junto a otras también importantes, continuaría un largo periodo sembrado en la repetición y el autoplagio. Aún así, quizá es memorable de esta época su participación como actor en algunas películas, cuyas facciones y su duro gesto generalmente lo llevó a interpretar papeles de macho, bandido o villano, como en Los hermanos del Hierro (Ismael Rodríguez, 1960), La bandida (Roberto Rodríguez, 1963) o El rincón de las vírgenes (1971), así como en producciones internacionales como Return of the Seven (Burt Kennedy, 1966), La bataille de San Sebastian (Henri Verneuil, 1968), Bajo el Volcán (John Huston, 1984) o los clásicos de Sam Peckimpah: The Wild Bunch (1969) y Bring Me the Head of Alfredo Garcia (1974).
Siempre polémico y temerario, “el Indio” llevó una vida muy agitada, pues era un hombre inquieto y temperamental, a veces violento, capaz de resolver cualquier malentendido a balazos. La intensa vida de este gran cineasta llegó a su fin el 6 de agosto de 1986. Con ello se cerró una de las páginas más luminosas del cine mexicano. Entre el gran legado que dejó se encuentra su bella y enorme casa en Coyoacán, conocida como “La Fortaleza”, fiel reflejo arquitectónico de la época de oro del cine nacional. La casa fue construida por el arquitecto mexicano Manuel Parra, en un estilo que sublima la mexicanidad con materiales como piedra, madera y ladrillo. La Fortaleza ha sido escenario de diversas filmaciones. En sus amplios espacios, en su decoración barroca, aún hay ecos de la personalidad solar de “el Indio” Fernández, así como de sus noches de farra y de sus míticos invitados que lo acompañaban con frecuencia.