Esta leyenda nació, se extendió y persiste hasta nuestros días por una sola razón: la codicia.
Vamos al principio: las crónicas describen a Moctezuma II, huey tlatoani de Tenochtitlan, como una persona suntuosa que tuvo absolutamente todo lo que deseó: muchas esposas, cientos de sirvientes, juegos para entretenerse, incontables riquezas, un zoológico, poetas y actores a su servicio e, incluso, jorobados y enanos para que lo divirtieran. Su manera de vestir era ostentosa, cargado de joyas, telas bordadas, adornos y piedras preciosas. Su palacio parecía extraído de un sueño. Cuando salía a la calle, varios de sus sirvientes lo cargaban para que no tocara el suelo; cuando no existía más remedio que caminar, otros de sus siervos barrían el piso por donde habría de pasar y otros más regaban agua, colocaban telas y esparcían pétalos de hermosísimas flores. Se trataba de un impresionante lujo, sí, pero también del único modo en que una persona divinizada podía ser tratada.
Al presenciar todas estas cosas, los españoles estuvieron seguros de algo: la riqueza de Moctezuma debía ser mucho más grande que aquella que sus ojos percibían. Si bien saquearon todo lo que pudieron, debía existir más, mucho más, escondido en alguna parte.
Cuando los conquistadores se hallaban instalados en el palacio de Axayacatl en calidad de huéspedes, pidieron autorización para construir un pequeño adoratorio en uno de los cuartos. Uno de los soldados, que también era carpintero de oficio, notó en un muro algo que llamó su atención. Se trataba de una puerta que días atrás había sido cubierta para disimularla. Al entrar, encontraron un “inmenso tesoro”, según las propias crónicas españolas. En el acto, Cortés ordenó que la volvieran a ocultar. Este palacio, por cierto, era el depósito de los tesoros reales y de los tributos.
Meses después, ya con los españoles al mando de la ciudad, y con la codicia creciendo a ritmo acelerado, los soldados realizaron una minuciosa labor de búsqueda luego de descubrir que aquel escondite había sido vaciado. ¿Quién se llevó el tesoro?
Se catearon casas, templos y palacios; los mismos indígenas eran revisados en su persona, entre el cabello, debajo de sus ropas. Sin embargo, el resultado fue el mismo: nada. Al menos nada que llenara sus insistentes ansias de oro. Separando el tributo que habría de ser enviado a España y el que le tocaba a Cortés, el resto fue tan pequeño que ninguno de los soldados quiso tomarlo, pues, al sentirse robados, lo consideraron indigno.
Como las exigencias y las presiones crecían, el tesorero Julián de Alderete sugirió torturar al nuevo emperador, Cuauhtémoc. Cortés consintió hacerlo, en parte para alejar las sospechas que ya caían sobre él, en parte también para averiguar de una buena vez el paradero del famoso tesoro.
El tlatoani soportó todo lo que pudo, pero al final reveló lo que deseaban escuchar: días antes habían arrojado el oro al lago. En el sitio señalado, encontraron algo, un poco, pero jamás suficiente para llenar su codicia insaciable. Finalmente, Cuauhtémoc fue ejecutado y el paradero del tesoro, si es que aún existía, se perdió para siempre.
Durante siglos, esta leyenda ha motivado infinidad de búsquedas infructuosas por diversas regiones de México y España.
El 25 de marzo de 1981, el entonces presidente José López Portillo convocó a una conferencia de prensa desde la biblioteca de la residencia oficial de Los Pinos. Decenas de reporteros se reunieron, como era costumbre. Entonces, millones de mexicanos fueron testigos gracias a la televisión de una revelación mítica: la primera parte del tesoro de Moctezuma había sido encontrada.
Se trataba de “un tejo” de oro, hallado durante las excavaciones en los cimientos del edificio del Banco de México. Pero sólo eso se encontró, al menos de manera oficial. Después de este anuncio, nada se supo de su paradero y se especuló que terminó en la bolsa del propio presidente.
Años antes, sin embargo, en agosto de 1976, se anunció que el tan afamado tesoro había sido descubierto. Raúl Hurtado, un humilde pescador de pulpo, declaró haberse topado con él cerca de Playa Norte, en Veracruz. Según el expediente que detalló lo rescatado, se trataba de 42 piezas, 23 de las cuales tenían forma de lingote. El pescador lo vendió a un joyero quien, en medio de su ignoracia, fundió una parte para fabricar anillos de graduación. Justo entonces fueron descubiertos y la noticia se difundió. Las autoridades lograron rescatar lo que quedaba de aquel oro.
Durante cinco años se guardó silencio al respecto, hasta que el anuncio del hallazgo en los cimientos del Banco de México revivió la historia. Entonces, y sólo entonces, se comisionó a un arqueólogo para que estudiara el tesoro, que se había mantenido en resguardo en algún lugar desconocido. El dictamen fue que se trataba de los restos de un naufragio ocurrido en 1528, y que las piezas procedían de Monte Albán, en Oaxaca. Sin embargo, existía la posibilidad de que fuera parte de las riquezas resguardadas en el palacio de Axayacatl.
Al mando de la nave accidentada, habría ido un tal capitán Figueroa, quien no sólo se dio a la tarea de combatir a los mixes, sino de saquear sus tumbas. Después, en posesión del botín, se embarcó en Veracruz y su barco naufragó justo en el sitio donde sucedió el descubrimiento. Con los años, el oro pasó de dependencia en dependencia hasta que desapareció nuevamente.
Existe otra teoría, que sugiere que el tesoro de Moctezuma estaría enterrado en España. Específicamente en Toloriu, una pequeña población ubicada en la comarca catalana. Allá lo habría llevado Xipaguazin, una de las hijas del emperador, que se casó con Juan de Grau (o Joan Graufue), barón de Toloriu. Durante la Guerra Civil española, la tumba de la mujer fue profanada y destruida.
Otra versión asegura que el mítico tesoro se encuentra en la actual delegación Azcapotzalco, en la Ciudad de México. El lugar exacto, la Alberca Encantada de Xancopinca, un manantial de agua dulce que existía desde los tiempos de gloria del señorío de Azcapotzalco. Todavía en el siglo pasado, este cuerpo de agua servía como lugar de esparcimiento. Se aseguraba que el fantasma de la Malinche se paseaba por ahí, para purgar su condena. Quien la veía –aseguraban los vecinos– caía irremediablemente preso de su belleza. Entonces, era arrastrado hasta el fondo del manantial y su cuerpo jamás era encontrado. En lugar se levanta hoy la Unidad Habitacional Cuitláhuac.
Todas las versiones y leyendas coinciden en una cosa: el tesoro azteca desapareció para siempre. Lo más probable, sin embargo, es que una parte haya sido embarcado hacia España y otra más se hundiera durante los sucesos de la noche triste. De cualquier manera, en nuestros días siguen existiendo aventureros que continúan su búsqueda.