I’ve a feeling we’re not in Kansas anymore
(Presiento que no estamos más en Kansas)
Dorothy, en El Mago de Oz
La realidad existe y es; la virtualidad existe y parece que es. Esta diatriba explica muy sintéticamente la paradoja de la virtualidad como una realidad alterna pero apócrifa. Ya en la visionaria novela de Adolfo Bioy Casares, La invención de Morel, publicada en 1940, se describe lo que bien puede considerarse como el primer hallazgo moderno sobre la virtualidad: un hombre fugitivo en una isla desierta descubre un fantástico invento dejado ahí por otros viajeros que tiene la capacidad de convertir la realidad en imágenes virtuales.
En otro libro pero de 1984, Neuromancer, William Gibson acuñó el término de ciberespacio, con la que también contribuyó a enriquecer un género popularizado durante los años 80, el cyber punk, asociado por lo general a una visión tecnificada y catastrofista del futuro. El ciberespacio es una realidad virtual generada por las computadoras; es un universo paralelo que, además de ser increíblemente verosímil como espejo de la realidad, puede funcionar con relativa autosuficiencia.
En este espectro temático es en el que se han movido numerosas películas, desde la ya legendaria Tron (1982) y especialmente El vengador del futuro (Total Recall, 1990), Abre los ojos (1997) y Matrix (1999), entre muchas otras. Los personajes de éstas son seres arrojados al laberinto de la virtualidad, con puertas falsas, escaleras que suben y bajan, atajos que llevan a ninguna parte. Se trata de una generación revolucionada y siniestra de algo así como Alicia en el País de los Cibernautas, en cuyas historias va de la mano la aventura desbordada con la paranoia milenarista y el tormento psicológico para dar paso, tarde o temprano, a la pregunta constante de esta nueva paradoja: ¿es cierto todo esto? No se sabe. Y eso es lo más doloroso para sus protagonistas.
Christopher Nolan (Londres, 1970) es uno de los directores que también se ha asomado a los mundos alternos, a los saltos cuánticos del tiempo y del subconciente. Junto a su hermano Jonathan ha escrito guiones estupendos como Memento (2000), The Prestige (2006) y Batman: El Caballero de La Noche (The Dark Knight, 2008). Christopher es además director-guionista de la muy apreciable El origen (Inception, 2010), la extraña aventura de unos cazadores de secretos que se inflitran en los sueños de sus víctimas, mediante una sofisticada tecnología. En las historias de Nolan resalta la característica del laberinto narrativo, que pone a su protagonista en medio de un galimatías existencial y físico. Este atributo también está presente en Interestelar (Interestellar, 2014), su más reciente filme enmarcado en el género de ciencia-ficción. Esta película busca jugar con la relatividad del tiempo y el espacio, y con esa excusa, establece el dilema del protagonista entre salvar a la especie humana o salvar a su hija Murphy, a lo largo de una larga travesía por diferentes planetas. Al final, el astranauta termina atrapado en la dimensión del tiempo, abstracto e inteligible.
Los nuevos predicamentos
En la película Simone (2002), Al Pacino encarna a un productor de cine que se ve en aprietos cuando su actriz estrella sufre un accidente. Para sustituirla, el productor decide crear una actriz digital que de la noche a la mañana se convierte en la sensación del momento, pues los demás piensan que es una persona real.
El planteamiento de Simone aborda uno de los nuevos predicamentos de la industria del cine. Ahora, los actores de carne y hueso empiezan a preguntarse si es real la amenaza de que los actores virtuales puedan convertirse en una competencia desleal, pues estos últimos son, en definitiva, más económicos y manipulables para los productores. Quizá sea un exceso imaginar que esto pueda ocurrir en extremo, pero lo que ha resultado de casos como Final Fantasy: The Spirits Within (2001) es digno de considerarse.
Esta película está basada en un videojuego muy exitoso que lleva ya varias generaciones. Su protagonista es la doctora Aki Ross quien, en un mundo futurista y apocalíptico, debe combatir a unos extraños alienígenas. Además de una propuesta visual y un ambiente muy atractivos, creados completamente por computadora, resulta muy interesante el impacto que causó la doctora Aki Ross entre un buen número de cinéfilos, al grado de considerársele la primera estrella virtual del cine. Lo llamativo del caso es que se experimentó con una técnica de animación que hace parecer a los modelos humanos asombrosamente reales.
Sin duda, puede verse como un alarde de técnica el hecho de simular fielmente a la realidad ¿Qué sentido tiene? Bueno, primero que nada, es una apuesta por una tecnología que seguirá perfeccionándose y que a la larga entrañará un enorme ahorro de costos de producción y la apertura de un espacio de experimentación creativa para concebir, por ejemplo, formidables escenarios no sólo de corte futurista sino también histórico que, de otro modo, serían irrealizables. Pero por el otro lado, digamos desde la visión purista, se teme que la virtualidad despoje al cine de su esencia orgánica, desde las locaciones, los actores y, también, los espectadores mismos.
Grabo, luego existo
En la película Días extraños (Strange Days, 1995) el protagonista es un traficante de experiencias virtuales, una especie de nueva droga del fin de milenio, profundamente adictiva y enajenante. En una historia semejante, Hasta el fin del mundo (Bis ans Ende der Welt, 1991), Wim Wenders narra el intríngulis de un puñado de personajes que caen fascinados y absortos mientras los consume un artefacto maravilloso, que registra los sueños y los recrea vívidamente.
El universo de la virtualidad es también el de la sugestión y la metáfora pero es aún más avasallador porque su efecto es de naturaleza existencialista y por lo tanto inquietantemente íntima, donde el espectador se desprende de la coraza vouyerista y se vuelve intérprete expuesto.
Sobre estas ideas también se puede encuadrar al cine de Spike Jonze. En sus primeras películas ¿Quieres ser John Malcovich? (Being John Malkovich, 1999) y El ladrón de orquídeas (Adaptation, 2002) fue determinante su alianza con el guionista Charlie Kaufman , pues juntos hicieron del absurdo un manifiesto sobre la vida contemporánea, cifrado en el vacío existencial y la ansiedad por obtener satisfacción aunque sea efímera.
Más de una conexión se puede encontrar entre esas películas y su más reciente largometraje, Ella (Her, 2013), como también es inevitable relacionarla con la estupenda Eterno resplandor de una mente sin recuerdo (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004), coescrita por Kaufman y dirigida por Michel Gondry.
Ella, el primer guión en solitario de Jonze, narra el curioso romance de Theodore Twombly (Joaquin Pohenix) con su teléfono tipo smartphone (o más bien un organizador electrónico), y en particular con el nuevo sistema operativo que lo hace funcionar, personalizado con una voz de mujer que se hace llamar Samantha (voz de Scarlett Johansson) y que no sólo tiene inteligencia autónoma sino también la asombrosa capacidad de expresar y asimilar sentimientos y emociones. Theodore encuentra en Samantha a la pareja perfecta que lo saca de la depresión causada por su reciente separación de su esposa y, a pesar de que siente que el suyo es un amor insólito, al poco tiempo descubre que es más común de lo que pensaba.
En la espiral mediática que nos envuelve a todos en el presente, resulta a veces más que imposible deshacerse de los vicios que esto genera. Con mucho tino, Kalle Lasn reflexionaba en Culture Jam acerca de lo asombroso que le parecía la manera en que un grupo de turistas japoneses en San Francisco llevaban mecánicamente las cámaras a sus ojos, cada vez que se enfrentaban a un monumento o un motivo iconográfico. Nada existe si no se fotografía, si no se graba, si no se captura para darle vida después en la imaginación.
En esta lógica perversa, la virtualidad se levanta como un monolito para deificar o satanizar pero es probable que no sirva ni para lo uno ni para lo otro. Sin embargo, quizá se trate más de un signo de la tecnificación de la humanidad y de la humanización de la tecnología, donde lo más llamativo no es la pirotecnia sino las nuevas interrogantes filosóficas que nos plantea este apasionante abismo.