Como claro ejemplo de una utopía que, inspirada en el modelo de Tomás Moro, don Vasco de Quiroga trajo a la realidad desde el siglo XVI y prevalece hasta nuestros días, Pátzcuaro se mantiene alegre y palpitante. Nuestros antepasados provenientes de la meseta purépecha lo llamaron Patsekuarhu, “lugar de norias”. En lengua náhuatl se conoce como lugar de cués, que en castellano significa “lugar de templos” o bien, “de cerros circulares para construir templos a los dioses”.
Además de devolver importancia a la ciudad que, tras la muerte del emperador Tariácuari había dejado de ser la capital de Michoacán por convertirse en arrabal de descanso del reino de Tzintzuntzan, Tata Vasco (tata: don, señor) creó con su ejemplo y labor diaria, una comunidad que respetaba de facto la multiculturalidad, valoración de la persona y convivencia armoniosa entre «castas y razas» en plena conquista espiritual y económica.
El Tata franciscano, nombrado obispo de Michoacán en 1537, inauguró colegios, escuelas, “casas-hospitales” y “hospitales-colegios”, donde además de incluir a los indígenas y luchar porque se les diera un “trato de hombres y no de bestias”, construyó pequeñas sociedades en las cuales prevalecía un orden comunitario y participativo que dio paso a un proceso de mestizaje real e integral, no sólo racial.
Pátzcuaro es un poblado prodigioso. Desde su nacimiento trae consigo esa extraordinaria dosis de unificación que en vez de negar la diferencia, la celebra. La ciudad vive este perpetuo “integrar” lo que en apariencia ha sido separado, no sólo con su hermosa gente sino con su propia geografía.
La ciudad está ubicada aproximadamente a 50 kilómetros de Morelia, capital actual de Michoacán y emerge para consolidar su tierra firme, húmeda como su clima y fértil como su cultura, desde las márgenes del lago que lleva el mismo nombre, Pátzcuaro, rodeado por ocho islas guardianas de su historia y misticismo. Paraíso que combina intensos tonos de verde en sus pinos, con un matiz castaño en su corteza lacustre de donde brotan infinidad de flores. El pueblo blanco, tapizado por un enorme mosaico adobado, se descubre desde cualquier azotea y acoge a quien se adentra en su perfecta sinfonía.
En la plaza Vasco de Quiroga, zócalo de la ciudad y tesorera del retrato pedregoso de don Vasco, la tradición se manifiesta en pleno, cuando de pronto, el transeúnte es sorprendido por un grupo de “viejitos” enmascarados que bailan al son de varias cuerdas, al tiempo que lucen sus sombreros coloridos y humildes vestimentas.
Entre los suculentos vapores que emanan de las ollas con corundas, huchepos, churipo, aporreadillo y atole de grano, se respira tradición. Al visitar Janitzio, la isla más concurrida del archipiélago, el visitante de vasto apetito puede deleitarse con los mejores charales y pescado blanco del país mientras observa el milenario arte que los pescadores de la zona realizan en sus lanchas que se antojan aladas. Si se tiene la fortuna de visitar Janitzio en épocas de fiesta, se puede presenciar uno de los espectáculos más sublimes que toman lugar en nuestro país. El 1 y 2 de noviembre, todos los habitantes de la zona se reúnen para llevar ostentosas ofrendas y velas de todo tamaño al cementerio, ubicado en la cima de la isla. La vía láctea toca la tierra mientras pequeñas estrellas iluminadas flotan en el lago y alumbran el camino cuesta arriba, donde descansan sus difuntos allegados.
Y qué decir del imponente vestigio arquitectónico que abriga creencias que han permanecido enraizadas junto con los grandes oyameles que visten las plazas. La Basílica de la Señora de la Salud, a quien los habitantes de Pátzcuaro rinden ofrenda y fiesta cada 8 de diciembre, es de las iglesias más visitadas en Michoacán ya que millones de personas encomiendan a sus enfermos lanzando plegarias mientras pasan por debajo de su velo.
Piedras vivas dialogan entre sí. El Antiguo Colegio de San Nicolás Obispo, actual Museo de las Artes e Industrias Populares se sumerge, al atardecer, en profundas disertaciones con su vecina que hace las veces de Biblioteca y otras tantas de mausoleo figurado a la mártir y heroína regional, Gertrudis Bocanegra; discuten en torno a cuál será el diseño más característico de las velas de Pátzcuaro, en cuál de los miles de locales están fabricadas con la cera aromática más delicada. Interviene por supuesto, moderando el coloquio desde las alturas, la grandiosa y siempre poderosa Casa de los Once Patios, antiguo convento de monjas dominicas de Santa Catarina y fundado también por Vasco de Quiroga. Actualmente exhibe las creaciones artesanales de los virtuosos habitantes de la región, desde joyería en plata hasta muebles de madera y por supuesto, rebozos de todos los tamaños, minuciosamente confeccionados, que lucen las tradicionales franjas negro-azules icónicas de Michoacán y sobretodo de esa región.
Al estar inmersas en las olas tecnológicas, pragmáticas e individualistas propias del siglo XXI, es común que las personas no mantengan un vínculo que las unifique con su cosmos. Tierra, agua, aire, fuego. Ayer, hoy… un eterno devenir del hoy. Pátzcuaro ha logrado mantener la energía que imprimieron paso a paso por sus calles, los que lo recorrieron junto a don Vasco. A través de su cultura, de sus habitantes y sin importar el paso de los siglos, el pueblo logra compenetrar polos que desde los ojos de la razón inherentemente son opuestos. Sin embargo, desde el arrebato sensorial, son binomios que abren este místico espacio atemporal que sólo se entiende si se advierte cara a cara y en el cual la esencia mágica de un pueblo simplemente fluye.