Una vieja sentencia asegura que la Ciudad de México es “La Ciudad de los Palacios”. ¿Es esto cierto? Y en caso de serlo, ¿cuál es la razón y quién lo dijo?
Habitualmente se le atribuye la frase al explorador y naturalista alemán Alejandro von Humboldt, pero esto es falso. En realidad, el autor fue Charles Joseph La Trobe, un político británico que visitó nuestro país en 1836.
Como parte de sus ocupaciones, La Trobe hizo un viaje a Estados Unidos, en 1832. Durante varios años se dedicó a recorrerlo, hasta que se asentó en Nueva Orleans. En aquel tiempo, hay que recordarlo, México aún no era despojado de sus territorios del norte, por lo que la frontera con nuestra nación –específicamente con Texas– estaba relativamente cerca.
Por alguna razón, la tierra mexicana ejercía en él cierta fascinación inexplicable. Por tanto, se consiguió un compañero de aventuras y se dio a la tarea de perderse por los caminos. Su acompañante, por cierto, era de lujo, pues se trataba del escritor Washington Irving, autor de cerca de 16 libros, el más célebre de todos, La leyenda de Sleepy Hollow, también conocida como El jinete sin cabeza.
Algo más hay que aclarar: aunque La Trobe se dedicaba a la política, como un pasatiempo que lo apasionaba ejercía la ciencia. Sobre este aspecto de su vida, el mismo Washington Irving escribiría: “Era un hombre de mil ocupaciones a la vez; botánico, geólogo, cazador de coleópteros y de mariposas…”.
Fueron estas mismas inquietudes las que dejó plasmadas en su libro The Rambler in Mexico (El paseante en México). En cierta parte de este tratado, escribió, maravillado: “Mira sus obras: los acueductos monumentales, iglesias, caminos y la lujosa Ciudad de los Palacios”.
Lo cierto es que incluso él, acostumbrado a la magnificencia de las construcciones europeas, quedó cautivado ante la belleza arquitectónica de la Ciudad de México.
Muchos de los escenarios que observaron tanto La Trobe como Irving ya no existen. Construcciones, iglesias, conventos, plazas y plazoletas han caído víctimas de la modernidad (a causa de la ampliación de calles, del trazo de avenidas, de la construcción de edificios) o bien, de las tendencias de moda, como la destrucción de iglesias luego de las Leyes de Reforma. Sin embargo, algunas estructuras han sobrevivido y otras más, levantadas en las décadas posteriores a la visita de aquellos personajes, se encuentran aún allí, como un recordatorio de la hermosura que los mexicanos podemos lograr cuando nos lo proponemos.
Ahora, no obstante, vale preguntarse: ¿sigue siendo el Distrito Federal la Ciudad de los Palacios? La respuesta es sí. Echemos un vistazo sumamente veloz para conocer las razones:
El edificio más visible dentro de esta categoría es el Palacio Nacional, construido tras la conquista de Tenochtitlan sobre las ruinas del palacio de Moctezuma. Hoy, en sus 40,000 metros cuadrados, presume cinco murales de Diego Rivera. A un costado se levanta el Antiguo Palacio del Ayuntamiento, que data de 1724. En él sesionó el primer ayuntamiento de la ciudad y hoy es la sede del Gobierno del Distrito Federal.
En la cima del Cerro de Chapultepec se localiza un castillo, convertido en museo, lleno de historias y anécdotas, como la gesta mítica de los Niños Héroes y los días en que fue habitado por los emperadores Maximiliano y Carlota. Dicha construcción data del año 1785 y su edificación fue ordenada por el virrey Bernardo de Gálvez y Madrid, quien la diseñó como casa de descanso. Se trata del Castillo de Chapultepec; el único castillo construido en todo el continente americano.
El Palacio de Bellas Artes, por su parte, es una obra magnífica de acero y distintos tipos de mármol. Concebido por el presidente Porfirio Díaz como nuevo Teatro Nacional, hoy, en su aniversario número ochenta, cuenta con murales de Tamayo, Rivera, José Clemente Orozco y Siqueiros.
En tanto, el Palacio de Buenavista, obra del afamado Manuel Tolsá, actualmente es sede del Museo Nacional de San Carlos y alberga una importante colección de arte europeo. El Palacio de la Inquisición, de terrible historia y “frente chata”, terminó de construirse en 1736 y actualmente se ennoblece al resguardar el Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina. A su vez, el Palacio de Iturbide, en la céntrica calle de Madero, data de 1784 y está destinado a promover la cultura. Llama la atención por haber sido el único palacio de cuatro niveles erigido durante el virreinato. Por su parte, el Palacio de Lecumberri (apodado en sus peores años Palacio Negro) fue diseñado originalmente como penitenciaría y custodia hoy el Archivo General de la Nación, mientras que el inmenso Palacio de Minería, en la calle de Tacuba, es administrado por la UNAM y en sus entrañas se rinde culto a los libros y a la ingeniería.
Otros ejemplos notables que presume la ciudad son el Palacio Postal o Quinta Casa de los Correos, que cuenta con una de las más bellas y famosas escalinatas en todo el mundo; el Antiguo Palacio del Arzobispado, que ocupa el espacio donde antes se levantó el templo de Tezcatlipoca y que desde 1931 ha funcionado como Museo de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público. También, la casa de los Condes de Santiago de Calimaya, sede del Museo de la Ciudad de México, en la calle de Pino Suárez, cuyo primer dueño fue el licenciado Juan Gutiérrez Altamirano, y quien, por haber contraído nupcias con una prima hermana de Cortés, recibió este enorme terreno con vista a las ruinas del Templo Mayor.
De igual manera, el Palacio de la Secretaría de Comunicaciones y Obras, en la Plaza Tolsá, ordenado por el general Díaz como una muestra del orden y progreso de su gobierno; el Palacio de la Autonomía, a un costado del templo de Santa Teresa la Antigua (hoy Ex Teresa Arte Actual) y que recuerda la autonomía de la UNAM, y finalmente uno de los más hermosos y conocidos, el Palacio de los Condes de Orizaba, también llamado Palacio Azul o Casa de los Azulejos a causa de estar recubierto en su exterior por miles de azulejos de talavera poblana. Una leyenda asegura que uno de los descendientes del conde de Orizaba tenía un hijo holgazán que se dedicaba a ver pasar la vida, confiado en las riquezas que heredaría de su padre. Éste, decepcionado, le dijo en cierta ocasión: “Hijo, así nunca llegarás lejos ni harás casa de azulejos”. Estas palabras calaron hondo en el joven, quien decidió cambiar su forma de vida. Enfocado en el trabajo, logró reunir una respetable fortuna, y como una forma de homenajear a su padre, ordenó que la casa familiar fuera recubierta en su totalidad por azulejos.