Asegura Karla Aceves Pérez, la amable encargada del recinto, que cuando un turista extranjero ingresa a este lugar, lo primero que hace es sorprenderse, y lo segundo es hacer una pregunta, que en todos los casos resulta ser la misma: ¿en México hubo persecución religiosa?
La duda no es gratuita: en un país mayoritariamente católico, cuya espiritualidad ha estado marcada en todos los sentidos por la Virgen de Guadalupe, ¿cómo es posible que el gobierno se haya atrevido a perseguir esta fe en particular?
Pero así fue. Se trata de una de las etapas más significativas, extrañas y oscuras de nuestra historia, que a grandes rasgos se conoce simplemente como “Guerra Cristera”. De ello se ocupa este sitio: el Museo del Padre Pro.
La importancia del museo aumenta al saber que es el único espacio en la Ciudad de México dedicado íntegramente a estudiar esta época, y uno de los dos que existen en todo el país. El otro es el Museo Cristero/Centro de Estudios Cristeros Alfredo Hernández Quezada, en Encarnación de Díaz, Jalisco.
Pues bien, ubicado a un costado de la Parroquia de la Sagrada Familia, en la esquina de las calles Puebla y Orizaba, en la colonia Roma, el museo resguarda, entre otros objetos, algunas de las reliquias más significativas del beato mexicano Miguel Agustín Pro Juárez.
El contexto
Para comprender la relevancia del acervo, conviene poner todo en su contexto: la Guerra Cristera o Cristiada fue un conflicto armado cuyos sucesos más sangrientos transcurrieron entre los años 1926 y 1929. Los bandos en pugna fueron el gobierno y diversos grupos de laicos y religiosos católicos que se oponían a la llamada Ley Calles, cuyo nombre oficial fue Ley de Tolerancia de Cultos.
Expedida el 14 de junio de 1926, su finalidad era controlar y limitar el culto católico en nuestro país. Sin embargo, los antecedentes prácticos son mucho más antiguos, pues los problemas entre el Estado y la Iglesia datan de la llegada de los españoles a nuestro territorio (los encontronazos entre Cortés y la orden de los dominicos, por ejemplo), con énfasis especial en ciertas etapas de la historia, como la promulgación de la Constitución de 1857, las leyes liberales, la Guerra de Reforma, el Imperio de Maximiliano y la Restauración de la República.
A lo largo del tiempo, la Iglesia, que llegó a detentar un enorme poder político y económico, se ha visto como la única institución capaz de rivalizar con el Estado Mexicano. En el fondo, el conflicto entre Iglesia y Estado puede resumirse en algo muy simple: en tratar de conseguir, preservar o restar poder al bando contrario. A veces a como diera lugar.
Uno de los puntos culminantes de esta tensa relación sucedió luego de la promulgación de la Constitución de 1917, en la que se estableció que la educación, pública o privada, debía ser laica, y se impidió a las organizaciones religiosas dirigir escuelas primarias; también se garantizó la libertad de creencias, pero se limitó el culto al interior de los templos. Sin embargo, tal vez lo que detonó el conflicto fue el hecho de no reconocer personalidad jurídica a ninguna iglesia, con lo cual, y en automático, las congregaciones comenzaron a carecer del derecho a poseer bienes raíces y capitales, y a participar en la vida pública nacional.
Es importante aclarar que, durante los primeros años, ambos bandos lograron continuar con sus actividades habituales más o menos sin cambios ni sobresaltos. No obstante, durante la presidencia de Plutarco Elías Calles, quien tenía fama de ser un severo masón, se reformó el Código Penal para, en efecto, limitar o suprimir el poder de las comunidades religiosas. Sin embargo, en ciertos lugares se exageró esta medida. De la mano de un puñado de gobernadores, se llegó a extremos como obligar a que los ministros de culto fueran personas casadas, a prohibir la existencia de comunidades religiosas y a considerar delito el que un religioso vistiera su hábito en la vía pública. En protesta, los templos cerraron. De la inconformidad se pasó a las armas.
Extensas regiones del país, como Jalisco, Guanajuato, Yucatán, Tabasco, Aguascalientes y Nayarit fueron escenarios de esta sangrienta y cruel guerra que llegó a involucrar a la Santa Sede. En su Encíclica Iniquis Afflictisque, el papa Pío XI asentó que “Eso que llaman la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos fue obra de quienes, poseídos de un furor ciego, quisieron dañar de todas las maneras posibles a la Iglesia”.
El culto, la doctrina, las misas y la impartición de sacramentos se llevaban a cabo a puerta cerrada, en la clandestinidad. La gente sabía que, a pesar de la prohibición, los sacerdotes, las religiosas y los catequistas continuaban con su labor de evangelización y acompañamiento, y entre ellos destacaba un hombre: Miguel Agustín Pro, un sacerdote jesuita nacido en Zacatecas, y que había adquirido fama de hombre bueno, de fe, quien no dudaba de estar del lado de los más necesitados.
El Padre Pro
En 1927, el general Álvaro Obregón, quien había sido presidente entre 1920 y 1924, se preparaba para volver a asumir el cargo. Para ello debía modificar la Carta Magna, lo cual no representó problema alguno gracias a la abundante cantidad de diputados dispuestos a hacerlo sin el menor empacho. Uno de ellos, el afamado Gonzalo N. Santos, no tuvo pudor en declarar momentos antes de entrar a la sesión: “Vamos a darle tormento a la Constitución”.
Las puertas del Castillo de Chapultepec (la residencia entonces del presidente en turno) estaban abiertas para volver a recibir a Obregón, quien era visto como un nuevo Díaz, capaz de perpetuarse en el poder. La respuesta, por parte de algunos sectores, ciertos cristeros incluidos, fue impedírselo a toda costa. Aunque sufrió varios atentados, el más famoso fue el del 13 de noviembre de 1917, en el bosque de Chapultepec.
Torpemente planeado y peor ejecutado, el ataque no causó daño alguno, pero se logró detener en el acto a Luis Segura Vilchis, Juan Tirado y Nahúm Lamberto Ruiz. Además, al rastrear el automóvil que los tres hombres utilizaron para huir, se determinó que, cinco días antes, había sido comprado a Humberto Pro Juárez. El resto fue mero trámite: aprehender a Humberto y a sus hermanos, Roberto y Miguel Agustín. Este último resultó ser el famoso sacerdote que solía oficiar misas y socorrer a los fieles en secreto. No hubo más que investigar.
Pocos días después de su arresto, sin juicio ni desahogo de pruebas, la mayoría de los acusados fueron fusilados en el patio trasero de una comandancia de la policía capitalina. Como dato curioso, Agustín Lara, quien había sido detenido por protagonizar una riña en el burdel donde trabajaba amenizando con su música, fue testigo de este hecho.
Ocho meses después, el 17 de julio de 1928, Obregón, ya como presidente electo, sería asesinado por José de León Toral, a quien siempre se le cuelga la etiqueta de “caricaturista católico”. Acusada de ser la autora intelectual, y enjuiciada sin pruebas y en medio de eternos juicios viciados de origen, la religiosa Concepción Acevedo de la Llata, mejor conocida como la Madre Conchita, sufriría un interminable calvario que la condujo a las Islas Marías. Para la gente en general, sin embargo, el verdadero autor intelectual estaba libre y permaneció sin castigo. Como un juego de palabras, solían preguntar:
- ¿Quién mató a Obregón?
Y la respuesta era un simple:
- ¡Cállesse!
Hoy, los estudios demuestran que León Toral no actuó solo, y que el magnicidio se trató de un verdadero complot.
En la práctica, el conflicto ente la Iglesia Católica y el Estado Mexicano perduró hasta la Presidencia de Manuel Ávila Camacho (1940-1946), quien, como una forma de reconciliación, declaró con firmeza: “Soy creyente”.
El Museo
El Museo del Padre Pro resguarda reliquias de este singular hombre, a quien Juan Pablo II beatificó, y cuya causa de canonización sigue en marcha. Objetos como ropa, libros, cartas, tijeras y boquillas se localizan en las vitrinas junto con periódicos y documentos de la época. También, sus ornamentos, la ropa que el sacerdote usaba cuando fue fusilado, el pañuelo con que limpiaron su rostro luego de recibir el tiro de gracia, un silicio con el que solía hacer penitencia y un maletín de mano que, al abrirse, se transforma en un altar portátil, el cual era su compañía de todos los días.
Aunque pequeño, este museo resulta significativo por ocuparse de esta singular etapa de nuestra historia, y para ello ofrece información, fotografías y testimonios que resultan indispensables para entender la formación del México moderno y pos revolucionario.
De acceso libre, aunque acepta y agradece donativos voluntarios, ofrece también visitas guiadas con actores caracterizados como personajes de la época, quienes van narrando no sólo el recuento de esta guerra, sino también la historia de la colonia Roma, escenario de tantos pasajes de nuestra vida nacional.
Museo del Padre Pro.
Puebla #144, colonia Roma.
Fotos:
- «Miguel Pro (1892-29127)» por Grentidez.
- «Atotonilco el Alto» por Noé González-Gallegos, CC BY-SA 3.0.