Por Eunice Hernández
Dejemos de ser, todos, nadie; seamos, todos, alguien. Construyamos, todos juntos, una nueva convivencia mexicana, más justa y más libre. Apresurémonos a crear, desde la base, un socialismo mexicano que no incurra en aberraciones o supuestas fatalidades, sino que conjugue imaginación, crítica, libertad, justicia y crecimiento. No un paraíso: simplemente, una comunidad.
Amanece en Londres o en París. Son las siete de la mañana y Carlos Fuentes se vuelca sobre su cuaderno de apuntes. Empuña la pluma sobre la hoja en blanco y en ella aparecen revelaciones de un país lejano. Panamá, Argentina, Chile, Brasil, Estados Unidos fueron algunos de los lugares donde creció, pero México fue el destino de sus vacaciones de verano, la obsesión que inspiró su literatura.
Nómada desde niño y acostumbrado a vestirse de charro en las fiestas diplomáticas, Carlos Fuentes se enfrentó desde edad temprana al dilema de la identidad mexicana. Su gusto por la literatura se reveló a sus escasos siete años cuando en la oficina de su padre, el embajador Fuentes Boettiger, editó su primera revista “escrita a lápiz”, pero por presiones familiares siguió el camino de la abogacía.
En la Facultad de Derecho de la UNAM formalizó su camino por el mundo de las letras y coincidió con otros estudiantes –Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco y Sergio Pitol– que también se convertirían en futuros escritores.
En 1954 publicó Los días enmascarados, colección de cuentos en la que sobresale el relato “Chac Mool”, que narra la historia de un abatido burócrata quien muere en Acapulco tras comprar una figurilla prehispánica. Cuento irónico y sugestivo, “Chac Mool” contiene muchas de las inquietudes temáticas que Fuentes exploraría con agudeza y profundidad en La Región más transparente (1958), una de sus obras más célebres.
Antes de Carlos Fuentes –escribe Gonzalo Celorio en la edición conmemorativa de la novela– la Ciudad de México en la literatura había sido “escenario, foro, telón de fondo, objeto de evocación y del deseo, prosopopeya de los ideales y de las miserias de sus habitantes (…), pero nunca había sido un personaje hasta que Carlos Fuentes le confiere el papel protagónico en La región más transparente”.
De cierta manera, apunta Celorio, la novela de Fuentes es el equivalente literario al mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, creado por Diego Rivera una década antes, en cuanto a que también se estructura en dos ejes: uno diacrónico, que plasma las profundidades de la historia de México, y otro sincrónico, que retrata los diferentes estratos sociales de la Ciudad de México, durante el periodo de Miguel Alemán, el primer presidente civil después de la Revolución.
Sin embargo, a diferencia de Diego Rivera, quien buscaba fomentar el nacionalismo y educar con su arte a las masas, Fuentes perseguía otro objetivo estético y social: crear lo que Vargas Llosa llamaría una “novela total” o, como diría la especialista Georgina García Gutiérrez, una obra mestiza que rescatara “los gritos de la calle y el lenguaje inculto de las clases privilegiadas, las discusiones de filósofos e intelectuales, el español medio aprendido de los extranjeros y todas las variantes del español habladas en México”.
Seguidor del espíritu cosmopolita de Alfonso Reyes –quien opinaba que «la única manera de ser provechosamente nacional consiste en ser generosamente universal”– Fuentes fue un ávido lector de William Faulkner, James Joyce, Honorato de Balzac y por supuesto de John Dos Passos, cuya novela Manhattan Transfer y la trilogía USA fueron lecturas fundamentales para conceptualizar La región más transparente. José Emilio Pacheco lo relata así: “El círculo se cierra: el joven Fuentes lee a Dos Passos y se empeña en unirlo a Rivera y escribir como quien pinta un mural algunas páginas de su novela omnívora sobre la Ciudad de México”.
El éxito sembrado con su primera novela florece nuevamente con Aura y con La muerte de Artemio Cruz, ambas publicadas en 1962. «Aura –explica Fuentes– es una novela sobre la vida de la muerte. Artemio Cruz sobre la muerte de la vida. He escrito en otra parte la génesis de Aura. Es mi novela emblemática del tiempo y del deseo; no sólo de la posibilidad de convocar el deseo, obtener el objeto del deseo y descubrir que no hay deseo inocente. No lo hay tampoco para Artemio Cruz, que en sus doce horas agónicas le permite a sus tres personas y a sus tres tiempos recrear no solo una biografía personal, no solo una historia del México postrevolucionario sino, sobre todo, vivir el dilema de la libertad: qué camino escojo ahora, qué decisión tomo hoy. Unen a Artemio y a Aura el uso del tú como punto de vista a la vez propio y ajeno –es decir, poético– que le permite a la persona moverse con gran facilidad en todos los tiempos, aún más allá de la muerte, a esa premonición de libertad que Montaigne le atribuye a la muerte… Quizás éste fue el año más pleno de mi vida, cuando mejor amé, escribí, luché…».
Ese año data de los albores de la década de los sesenta. Carlos Fuentes y su entonces esposa, la actriz Rita Macedo, acababan de tener a su primera hija, Cecilia, a quien Luis Buñuel llamaba “la Fuentecita”. La amistad entre Fuentes y García Márquez se intensificaba mientras ambos confeccionaban el guión de El Gallo de Oro (1964), basada en la novela de Juan Rulfo y dirigida por Roberto Gavaldón.
“Una tarde –contaba Carlos Fuentes en el homenaje de la FIL Guadalajara 2008– nos dijimos Gabo y yo: ¿qué vamos a hacer? ¿Vamos a escribir guiones de cine o vamos a escribir novelas? Decidimos escribir novelas, se echó la suerte y nos hemos encontrado a lo largo de la vida en París, en Barcelona, en Cartagena de Indias, en Bogotá y mucho más en el Distrito Federal”.
Amigos entrañables y cómplices de la palabra, Carlos Fuentes y García Márquez junto con Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa encabezaron el llamado boom latinoamericano, un fenómeno literario que permitió explorar nuevas formas narrativas y, a la vez, internacionalizar a los escritores latinoamericanos no solo en el mercado de habla hispana sino también en otras latitudes, como Estados Unidos y Europa.
Creación, vida y muerte
Tras la muerte de su padre en 1971, Carlos Fuentes comenzó a escribir Terra Nostra, su novela más ambiciosa, la cual publicaría hasta 1975, año en el que aceptó el nombramiento como embajador de México en Francia.
Laberinto verbal y obra barroca, Terra Nostra es la recreación histórica y simbólica de la España de los Reyes Católicos y de Felipe II, y a la vez, un universo que lo contiene todo: desde la América española, la España hebrea y el mundo mozárabe hasta las ruinas de un imperio desgastado que se yuxtapone con otras realidades en el tiempo.
Con Terra Nostra, Fuentes obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia 1976 y el Premio Rómulo Gallegos 1977, con lo que se consolidó como uno de los narradores más sobresalientes no solo de México sino de toda Hispanoamérica.
Divorciado de Rita Macedo, contrajo segundas nupcias con la periodista cultural Sylvia Lemus en 1973. “Si todas las mujeres que he querido se resumen en una sola –confiesa en su ABC personal titulado En esto creo (2002)–, la única mujer que he querido para siempre las resume a todas las demás. Ellas son las estrellas. Silvia es la galaxia misma. Ella lo contiene todo”.
Al matrimonio Fuentes-Lemus lo unía su gusto por el cine y la ópera, el placer de comer y viajar, discutir ideas y complementarse en sus profesiones, pero también algo más íntimo y desgarrador: “la alegría de tener hijos. La pena de perderlos”.
El primero en partir fue su hijo Carlos, quien sufría de hemofilia, seguido en 2005 de su hija Natasha, quien fue encontrada muerta en la Ciudad de México en circunstancias poco esclarecedoras. El escritor incansable se les unió sorpresivamente hace seis años, cuando los medios de comunicación publicaron el anuncio de su fallecimiento, sucedido el 15 de mayo de 2012.
“Escribir es una necesidad de emplazamiento de la muerte” dijo alguna vez Fuentes y en una entrevista publicada en El País declaró lo siguiente: “Mi sistema de juventud es trabajar mucho, tener siempre un proyecto pendiente. Ahora he terminado un libro, Federico en su balcón, pero ya tengo uno nuevo, El baile del centenario, que empiezo a escribirlo el lunes en México”.
Al día siguiente, Carlos Fuentes murió.
“El Atlántico no es para mí abismo, sino puente”
Amante de las novelas de vampiros y gran bailador de tango, Carlos Fuentes fue un ingenioso escritor que convirtió a la distancia en su mejor aliada. “Para mí es indispensable estar fuera de México por razones casi de higiene mental”, dijo alguna vez en una polémica entrevista, que le valió toda clase de críticas. Lo cierto, es ya sea París o Londres, pero lejos de la chorcha mexicana, donde las comidas se convierten en cenas y las cenas en madrugada, Carlos Fuentes construyó una rutina disciplinada que le permitió escribir más de 34 novelas y antologías de cuentos, 18 ensayos y 5 libretos, de los cuales una gran mayoría de su obra narrativa forman parte del ciclo literario que Fuentes denominó La edad del tiempo.
Premio Nacional de Literatura 1984, Premio Cervantes 1987 y Premio Príncipe de Asturias 1994, Carlos Fuentes fue galardonado con numerosos premios, con el doctorado Honoris Causa por diversas universidades e impartió cátedra en las casas de estudio más prestigiadas del mundo.
Fue amigo de importantes expresidentes como Bill Clinton y François Mitterand, a quien conoció desde joven cuando ambos vivían en la Rue de Bievre, y desde sus años mozos, cuando participaba en el ambiente nocturno del milagro mexicano hasta el último de sus días, Fuentes se distinguió por revestir al oficio de escritor de un halo glamoroso y elegante.
Crítico y observador del panorama social y político, Fuentes fue un intelectual que conoció bien los recovecos de México e Iberoamérica. Un escritor que buscó recolectar la pluralidad del lenguaje y la vastedad de la imaginación. Un creador que con su narrativa nos reintrodujo en nuestra historia.
Foto principal: EFE.