Por Jorge Volpi
A
Antropología, Museo de.
Cada vez que un amigo extranjero viene a la Ciudad de México, mi ciudad, lo acompaño a este sitio. La típica costumbre nacional de exagerarlo todo lleva a decir que se trata, si no del mejor, al menos de uno de los mejores museos del mundo. Solo que, en este caso, es cierto. El edificio de Pedro Ramírez Vázquez, sin duda el mejor de los suyos, se abre como un árbol de símbolos: la entrada como un templo, la monumentalidad del paraguas central, el pilar como columna prehispánica, el patio rodeado por los templos menores, donde se instala la magnífica colección expuesta de la forma más didáctica posible. Los mexicanos somos complicados con nuestra historia: hemos aprendido a sentirnos orgullosos herederos de los pueblos prehispánicos –algo que no ocurre en otras partes de América Latina–, pero amamos más a los indígenas muertos que a los vivos. Aún nos falta mucho para dotar de condiciones de vida dignas a nuestros pueblos indígenas: de otro modo no veríamos, en las inmediaciones del Museo de Antropología, a mujeres mendigando con sus niños. Pronto esa imagen debería quedar confinada al ala contemporánea del museo: y ese niño tendría que haberse convertido en médico o en profesor. O en museógrafo.
B
Bolívar (calle de).
El Simón Bolívar real no tiene cabida aquí, sino la calle que lleva su nombre, y que corre desde el Centro Histórico hasta la colonia Portales. Pero, sobre todo, Bolívar es la calle que hace esquina con la casa de mis padres: Correspondencia esquina con Bolívar. La calle más viva de la Colonia Postal: allí estaba el taller mecánico, la farmacia, la papelería, la tintorería. Esa vida de barrio en los setenta que discurría con placidez e inocencia. Donde mis padres, y los amigos de mis padres, pensaban que bastaba con ser buenos en su trabajo para ser medianamente felices. El sueño mexicano de los setenta que tanto quisiéramos recuperar.
C
Curiosidad.
Para mí, uno de los rasgos mexicanos por excelencia. No un defecto, aunque esta muchas veces derive en el chisme, sino una virtud. La que nos hace siempre querer saber más de los otros y de nosotros mismos. La que nos hace preocuparnos por los demás. Nuestra puerta abierta al mundo.
Ch
Chespirito.
De adulto, he vuelto a ver sus programas de televisión, horrorizado. ¿Cómo pudieron gustarme?, me recrimino. Luego lo acepto: mi infancia, como la de millones de mexicanos (y latinoamericanos) transcurrió marcada por sus personajes. Y, algo más importante para mí, por su habla. Lo mejor que puede decirse de sus criaturas es que, pese a sus defectos, compartían un fondo humanista. Pero, insisto, a mí aún me deslumbran sus invenciones lingüísticas. Y ese abanico de palabras que incorporó al lenguaje mexicano, tantas de ellas presididas por la misma inicial: Chómpiras, Chimoltrufia, chanfle, pastillas de chiquitolina, chipote chillón, Chapulín Colorado, chiripiorca, Doctor Chapatín… Gracias a él, México ya no es solo el país de la X. También es el país de la Ch.
D
Dulces.
Pocos recuerdos de mi niñez como los dulces. Todavía hoy, cada vez que paso una larga temporada fuera de México, me provocan una honda nostalgia. De un lado, por supuesto, la rica tradición de dulces artesanales, que en días especiales mi padre nos llevaba a comprar a la Dulcería de Celaya, en 5 de mayo, esa reliquia porfiriana que subsiste hasta el día de hoy. Cocadas, picones, bolitas de tamarindo, buñuelos, dulces de leche, muéganos, charamuscas, trompadas… Pero también, por supuesto, esa extraña variedad de dulces, única en el mundo, que a la vez son picantes: los miguelitos, en primera instancia. Y luego toda clase de caramelos con chile. Pulpas de tamarindo con chile. Frutas con chile. Vaya, hasta helados con chile. Esa mezcla, dulce con picante, que quizás sea la mejor metáfora de nuestro carácter mestizo. Y de nuestra voluntad, digna de loa, de unir los contrarios.
E
Elote.
El maíz que identifica nuestra cultura, por supuesto. Pero sobre todo los elotes que mi madre compraba a escondidas de mi padre médico (a quien le parecían insalubres) y que nos servía a media tarde, fingiendo que ella los había preparado. Bañados en limón, sal y –otra vez– un poco de chile. El sabor de México por antonomasia.
F
Futbol.
La pasión nacional ha sido para mí, siempre, una pasión: una tortura. Una constante fuente de infelicidad (en la infancia) y de aburrimiento mezclado con ira (hoy). De niño, no sabía jugar futbol. El primer día de clases, me pusieron en un equipo y me dijeron que sería defensa. Yo estaba convencido de que los defensas podían tocar la pelota con la mano. Empezó el juego y me lancé sobre ella. ¡Penalti! Nadie me explicó qué ocurría. Se reinició el partido, el balón volvió hacia mí y volví a lanzarme por él… Allí acabó mi carrera como jugador. Desde entonces odio el futbol, sí. Y lo he odiado cada vez más al darme cuenta de cuánto tiempo pasan mis compatriotas frente a la televisión, mirándolo sin tregua. Nación futbolística, sí, y masoquista. El extraño goce –en sentido lacaniano– de ver a nuestra selección en cada Copa del Mundo pensando que esta vez sí triunfará… solo para comprobar, aliviados, la magnitud de nuestra apacible y esperada derrota.
G
Guanajuato.
Mi primer trabajo pagado fue como edecán-traductor en el Festival Internacional Cervantino, en Guanajuato. De los 20 a los 26 viajé a esta maravilla colonial año con año, dedicado a explicarla a los artistas extranjeros (italianos, franceses, búlgaros, venezolanos). Cuando podía, me extraviaba por las callejuelas y plazas de la ciudad, que todavía conozco como la palma de mi mano. Y me introducía a las funciones de teatro y a los conciertos de música. Mi primera exploración de la provincia mexicana. Debo reconocerlo: no solo mi primer trabajo, sino uno de los mejores. En un escenario –nunca mejor dicho– ideal.
H
Helados.
México está ligado para mí –como para millones– a sus sabores. De niño, padecí asma crónica, y mi padre me permitía comer helados solo en pequeñas dosis. Quizás por ello todavía los amo tanto. En todas las ciudades de México, busco sus sabores particulares. Y ninguno queda en mi memoria como el helado de pitahaya, único en el mundo. Recuerdo en especial uno, cerca de Pátzcuaro. Su sabor púrpura. La sinestesia que se consigue, aquí y allá, en todo México.
I
Indígena.
Ver Antropología, Museo de. Ese diez por ciento todavía invisible de la población que, casi cinco siglos después de la conquista, aún sigue sufriendo a causa de la discriminación y la inequidad.
J
Jícama.
Una maravilla absoluta este tubérculo que, al contrario de lo que dicen quienes no lo conocen, no es que no sepa a nada: sabe a fresco. A las posadas. A piñata. A invierno.
K
Kukulkán.
Seré sincero: no encontré otra palabra para esta letra. Quetzalcóatl-Kukulcán, en cualquier caso, como mito fundador. La espera del sabio que se resuelve como la llegada del conquistador.
L
Libro.
Este, por ejemplo. El que ahora tienes en tus manos, lector. México es… Esta brillante colección de imágenes y textos de nuestro país, ordenadas alfabéticamente. Más que un diccionario, una enciclopedia. Un retrato múltiple, plural, coral, contradictorio y variopinto. Como México mismo.
M
Monte Albán.
De los sitios históricos mexicanos, prefiero sin duda alguna Monte Albán. La impresionante ciudadela que se alza a pocos kilómetros de Oaxaca. Desde la primera vez que estuve allí, en sus alturas, supe que esa emoción me pertenecía desde siempre. Ser mexicano es, para mí, ascender a los templos y permanecer allí, en silencio, escuchando el eco de las montañas. Y un pasado que solo así puedo reivindicar mío.
N
Ni modo.
Uno de los mexicanismos más extendidos y elocuentes. La resignación nacional frente al destino. La aceptación de lo inevitable. Nuestra reacción frente al fatum. Ni modo.
O
Ópera.
Para mí, México también es el descubrimiento de la ópera, mi gran pasión. Primero, porque mi padre siempre nos ponía fragmentos a la hora de la comida y nos contaba sus tramas románticas y enrevesadas. Luego, porque la primera vez que fui a la ópera, en Bellas Artes, fue una de esas ocasiones especiales que nunca se olvidan. Era día de mi cumpleaños. Eduardo Mata, uno de nuestros más grandes directores, lamentablemente fallecido en un accidente con su avioneta, dirigía un energético Fidelio. A partir de allí, no me perdí ni una sola temporada hasta que me fui a vivir a España.
P
Papalote.
Sin duda, la palabra más hermosa del español (no, no puede ser la cursi y redondeada amor y mucho menos la angustiosa y cacariza Querétaro.) Solo que, claro, es una palabra náhuatl.
Q
Querétaro.
Los tíos a los que más quería, con los que pasábamos todas las navidades y años nuevos, un buen día decidieron irse a vivir a Querétaro. De pronto, año con año, la aventura era viajar hasta esta ciudad (mi padre detesta salir de casa). Al llegar, el acueducto me recordaba que por fin había abandonado mi entorno y que, más allá del Periférico, se extendía otro universo.
R
Revolución.
Durante mucho tiempo, nuestra marca de fábrica. Revolución, revolucionario. Una voz que remite a una añeja época de conquistas sociales y murales en los edificios públicos. Luego, incrustada entre Partido e Institucional, la palabra perdió poco a poco su legitimidad y su fuerza. En nuestros días, ya nadie la invoca sin rubor. Y, aún así, mereceríamos rescatarla para tramar una revolución pacífica que al fin acabe con los rezagos que heredamos de aquella oscura malversación del concepto.
S
Sor Juana Inés de la Cruz.
La deslumbrante voz de México antes de México. Nuestra mejor escritora (o escritor). El ingenio, el talento, la energía. Y la desafortunada víctima de un autoritarismo que heredamos y al que no hemos renunciado del todo.
T
Taco.
Lo más obvio, tal vez, pero también lo más palpable. Mi idea de felicidad: una noches con mis amigos en cualquier taquería. La suma de sabores –y de culturas– que se concentran, como en el aleph borgiano, en un taco al pastor.
U
UNAM.
Antes se decía que México era la UNAM y, pese al reciente boom de las universidades privadas, para mí lo sigue siendo. Estudié allí la licenciatura en Derecho y luego la maestría en Letras Mexicanas. Ocho años en sus aulas como alumno, luego cuatro en la Facultad de Filosofía y Letras como profesor. A pesar de todo, conviven en su interior todas las clases sociales. La mejor universidad del país (y una de las mejores del mundo), donde se ocultan los grandes vericuetos de nuestra historia reciente. De Tlatelolco a nuestra reluciente democracia. Aunque he tenido la fortuna de dar clase en otras tantas instituciones de enseñanza superior, mi lugar, lo sé, es como profesor de la UNAM.
V
Virgen de Guadalupe.
Supongo que sería linchado si no incluyese un apartado para ella. La madre primordial de los mexicanos. Esta dama intocable e intocada. La demostración de que la gracejada es cierta: en México, se puede ser guadalupano y ateo. Como yo.
W
Washington.
Imposible entender a México sin Estados Unidos. Sin su frontera y sin los problemas que nos llegan por culpa de la frontera (el narcotráfico, en primer término). Sin recordar la vejación histórica, aún viva, que nos arrebató la mitad del territorio. Sin rememorar cada una de las veces en que los mandamases en Washington dirigieron nuestras políticas y nuestras vidas. Sin la admiración y el rencor entremezclados que les tenemos a los gringos. Sin ese sentimiento (falso) de reconquista que nos concede la idea de que ahora hay millones de mexicanos –que ya no lo son tanto– viviendo en nuestros antiguos territorios. Sea como fuere, México también es Estados Unidos. Y, aunque no lo quiera, Estados Unidos también es México.
X
¿Qué decir de esta letra griega que nos hemos apropiado como símbolo? Esta letra que, como ha dicho Carlos Fuentes, une casi al mismo tiempo a Don Quixote con México (pronunciada, en esa época, como una sh inglesa). Esas barras cruzadas en diagonal que acaso resuman todas los entrecruzamientos que nos atan.
Y
Yucatán.
Otra vez, la comida. Mi comida favorita. El achiote que mi madre cocinaba con la carne, para sorpresa de mis compañeros de escuela. Los panuchos. El queso relleno. La cochinita. El cazón. Sabores que me lanzaban a otro mundo, a otro tiempo. A la imagen imborrable de las ciudadelas mayas.
Z
Zócalo.
Aunque mis padres me llevaban con frecuencia al Zócalo, yo lo redescubrí, ya adolescente, con un grupo de amigos (tan nerds como yo). Recorrimos todo el Centro Histórico completo al tiempo que desempolvábamos sus leyendas y nos maravillábamos con su arquitectura. El Zócalo representa, para mí, la doble sede del poder. El poder omnímodo de los presidentes priistas y el poder errático de los presidentes panistas, al lado del poder inquebrantable de la Iglesia. Pero sobre todo el poder del pueblo, en tantas y tantas manifestaciones contra los políticos (en especial las que viví en 1988 contra el fraude electoral). Y el Zócalo, monumental y vivo, simple y llano de los días comunes, atestado de gente de todas las clases sociales, de todos los confines del país. Un centro que, a diferencia de lo que sucede con las ciudades estadounidenses, sí es un centro. El ombligo del mundo.