Si lo que está sucediendo en Teotihuacán aconteciera en Jerusalem, en Stonehenge, en China, en Egipto, la nota tendría resonancia mundial. Aquí apenas se sabe del impresionante acontecimiento, premiado a nivel internacional, de los descubrimientos en el subsuelo de uno de nuestros mayores centros prehispánicos, 1,800 años después de que, por razones que aún no se explican del todo, fuera cerrado el inframundo teotihuacano.
Leer sobre los avances, ver los videos, escuchar a quienes están a cargo, me enchina la piel. No se trataba de descubrir monolitos del tamaño de la Coyolxauhqui, sino encontrarse con aportaciones sobre estilos de vida, cosmogonía y religiosidad de los grupos sociales que gobernaron el centro del país y antecedieron a las grandes civilizaciones mesoamericanas. Es como estar en la recámara de nuestros antepasados. Teotihuacán demuestra, tras la aparición fortuita de este túnel en 2003, que aún tiene mucho qué decir.
Si aportáramos un poco de imaginación e, influidos por el cine, pensamos que la persona a cargo es Indiana Jones y no el arqueólogo Sergio Gómez Chávez, director de Proyecto Tlalocan, Camino bajo la tierra, fácilmente concluiríamos que sucedido es un sueño de Spielberg: un accidente que descubrió la boca de un túnel; las primeros investigaciones; el burocrático proceso para obtener autorización y recursos para explorar; las hipótesis; el inicio; los robots abriendo parte del camino; la aventura diaria a veinte metros de profundidad. Y, todo esto, apenas a cuarenta kilómetros de nuestros frecuentes conflictos capitalinos.
El inframundo se asoma, pues, aunque sea de manera leve. Según se explica en los reportes, se han encontrado huesos y pieles de un centenar de especies distintas de mamíferos, aves, moluscos, artrópodos, peces anfibios y reptiles. También caracoles labrados y esculpidos, de hasta 55 centímetros, que se consideran originarios del Golfo de México y el Caribe. Han emergido de la tierra esculturas, orejeras, collares, petates, vasijas, semillas, objetos de pirita y jade, huesos, junto con un complejo sistema de drenaje que los teotihuacanos clausuraron buscando recrear un mar interior para sus rituales. Hoy, la tecnología –mucha de ella diseñada en nuestro país- está haciendo parte del resto, para interpretar cada pedrusco y trazar una reconstrucción del sitio. Apasionante.
No soy arqueólogo, confieso mi incapacidad para deducir una vasija con base en un par de guijarros, no tengo la paciencia para escarbar, limpiar con cuidado, considerar importante cada trozo de nada, recurrir a excavaciones anteriores para explicar un mínimo objeto como si se tratara de un enorme tesoro, pero valoro la dedicación de estos especialistas, muchas veces en condiciones deplorables soportando bajo sus hombros cosas más pesadas que toneladas de tierra, como burocracias institucionales y sindicales, luchas intestinas, acusaciones infundadas, envidias, falta de pago y recortes presupuestales. Admiro su tesón, su persistencia, su imaginación a veces desbordada, la manera en la que se sobreponen cuando descubren que una piedra… es una piedra y nada más. Por eso creo que estos mexicanos merecen un aplauso más que frecuente. En el proyecto del túnel hay 35, entre especialistas y ayudantes, pero existen otros muchos en la selva en Calakmul, en el desierto en Paquimé, bajo el agua en el Caribe, armando un rompecabezas de millones de piezas conteniendo el rostro mexicano que, además, cambia con frecuencia.
Estos personajes que han hecho de la búsqueda del pasado su pasión le devuelven a México mucho de su esplendor. En los listados siempre queda alguien sin nombrar, pero aceptando el riesgo y aclarando que solo soy un lector curioso y no un experto, reconozco a personajes ilustres como Leopoldo Batres, creador del primer museo de sitio en Teotihuacán; a Alfonso Caso, célebre por descubrir la tumba 7, en Monte Albán; a Manuel Gamio; a Linda Manzanilla, quien ha trabajado también en Egipto y Turquía; a Eduardo Matos, uno de los más reconocidos en la actualidad; a Román Piña Chan, un auténtico trotamundos; a Alberto Ruz Lhuillier, quien sacó a la luz a Pakal y su increíble tumba en Palenque; a Laurette Séjourné, una de tantas personalidades que, enamorada de nuestro pasado, se asimiló al país; a Otto Schöndube, en el occidente del país; a Fanny López, descubridora de la tumba de la gran Reina Roja, en Palenque; a Jorge Ruffier, quien rescató a los Atlantes de Tula; a Pablo Martínez del Río, conocido, entre otros proyectos, por colaborar en el grupo que descubrió a quien durante muchos años fue considerado el poblador más antiguo del país, el famoso hombre de Tepexpan, y que al parecer era mujer; a Luis Rodrigo Álvarez, toda una eminencia; a Leonardo López Luján, a cargo del Proyecto Templo Mayor, y otros muchos. Nos han dado mucho de qué presumir, han encontrado respuestas y han traído preguntas para seguir buscándonos entre las reliquias que, de vez en cuando, nos regala nuestro riquísimo subsuelo.
Fotos: Cortesía INAH.