Se podrá decir, con algo de razón, que delantales hay en todo el mundo, pero pocas los visten con el estilo, disciplina y desparpajo de las “jefecitas” nacionales.
Por encima del huipil, del traje de china poblana o del utilísimo rebozo, la prenda por excelencia de las madres y abuelas mexicanas ha sido, sin lugar a dudas, el delantal, una útil herramienta que hace desusados esfuerzos por luchar contra su extinción.
Según puedo deducir o de perdida lo intuyo, el tradicional quexquémitl que usaban las indígenas –parecido al de las meseras del Sanborns pero con más bordados y grecas–, se mezcló con los mandiles que traían de España y, como todo en este país es un asunto de sabrosa cruza, eso dio origen a una prenda indispensable en nuestro desarrollo cultural y matriarcal: el famosísimo delantal, usado en todos los eventos sociales, políticos, sexuales y deportivos de este churrigueresco país.
Rastreando en nuestro pasado, lo encontraremos prontito. Ya lo decía Cri-Cri, en su famosa canción “El teléfono”:
Metida en su casita con su gorra y delantal
estaba doña Zorra ocupada en remendar,
pero su teléfono no deja de llamar,
y corre al audífono para preguntar.
Todo consiste en saber ver para descubrir, en cada esquina de nuestra geografía, un delantal apareciendo en el preciso instante del parto, del velorio, de la declaración de amor, de la limpieza y de la pereza, del rezo y del beso, del consuelo y de la pasión. En el momento que una dama se apodera de algún recinto, cosa que sucede con desusada frecuencia y desde muy temprana edad, se coloca el delantal como peto de guerra, como uniforme deportivo, para no abandonarlo ni con la muerte pues más de alguna ancianita ha sido enterrada con aquel orgulloso aditamento que dice mucho de su fuerza y su rigor.
Si se casa la nena, su abuela usa delantal; si hay una procesión dominical o la fiesta del pueblo, el delantal es indispensable; si viene Venustiano con sus hijos y su tercera mujer: antes del molito y los frijoles habrá que equiparse con aquel símbolo del poder familiar; si pasan los del radio para preguntar qué estación escucha, se les recibe “endelantalada”; si vienen los parientes de Sontecomapan o de San Luis Missouri, un delantal bien almidonado para la recepción…
¿Qué sería de nosotros sin los delantales? Ya lo dice el refrán: “La madre y el delantal, tapan mucho mal”. Aquel disfraz protege confidencias y también recetas; acumula experiencias y chismes; igual guarda estampitas de San Esdrújulo que ofensas para las vecinas; es, usando términos modernos, multifuncional, y se adecua a los requerimientos modernos ya que hoy cuenta con modelos diversos: de cuadritos, de rayas, con la imagen de los Santos o el escudo de los Pumas, con chaquira o con propaganda de una carnicería, con mangas para las friolentas o hasta el tobillo para las recatadas, bordado o con amplio escote… con orificio para el mp3 o una bolsa secreta para guardar el celular. No falta quien esconde en algún compartimento el control del Nintendo y de la tele, la credencial de elector y hasta un ratón inalámbrico. Poco falta para que se ofrezcan a la venta delantales con GPS.
Quienes lo usan no son sólo parte del paisaje, sino indudablemente dueñas de él, y de todo lo demás. Asómate y verás, sólo te recomiendo que, cuando salgas a la calle, dejes el delantal en la cocina.