Dentro del universo poético mexicano, la figura de Carlos Pellicer Cámara emerge como su natal Tabasco, como un violento lugar lleno de calma. No hay contradicción en esto: Pellicer fue, al igual que su poesía, una torre que no pasó inadvertida para nadie. El agua lo forjó (no en balde, la tercera parte del agua dulce del país se encuentra en Tabasco), pero también el mar y las selvas. Así es, la naturaleza que lo vio nacer se encuentra presente a lo largo de sus letras.
Su madre lo acercó a la poesía y él, siendo apenas un niño, se dio a la tarea de memorizar versos y de repetirlos. De su padre, aseguraban todos, adquirió el buen humor. Un ejemplo nos lo muestra, cuando publicó su primer poema, a los quince años, su padre le dijo en tono de broma: “Ten cuidado cuando escribas, así tal vez puedas llegar a las rodillas o cuando menos a los tobillos de Díaz Mirón”.
Carlos Pellicer nació el 16 de enero de 1897 en Villahermosa. A causa de las carencias provocadas por la Revolución, se mudó primero a Campeche y después a la Ciudad de México. Un nuevo mundo lo recibió. Pellicer aprovechó las oportunidades y se mezcló en círculos literarios, convivió con escritores, publicó en revistas.
Residió algún tiempo en Bogotá, donde conoció a algunos de los escritores más destacados del momento. Con su historial a cuestas, regresó a México. Su fama ya lo precedía. José Vasconcelos, entonces rector de la Universidad Nacional, pidió conocerlo y quedó tan impresionado con su personalidad que le ofreció un empleo imposible de rechazar: ser su secretario particular.
Fundó el Grupo Solidario del Movimiento Obrero, y lo hizo al lado de personajes inmortales como Vicente Lombardo Toledano, Diego Rivera y José Clemente Orozco. También, se dedicó a la docencia en la UNAM y tiempo después se desempeñó como director del Departamento de Bellas Artes.
Consumada su fama, se trasladó a Europa y estudió museografía en la Sorbona, gracias a una beca de 125 dólares mensuales, visitó Egipto e Italia, y más tarde Palestina y Siria. De nuevo en México, sus conocimientos lo impulsaron a consolidar otra de sus pasiones: la museografía, un área de la que fue pionero.
La inmortalidad de Carlos Pellicer se debe sobre todo a su poesía. Alrededor de 25 libros, además de otros cinco póstumos, constituyen el corpus de su legado. En 1921 publicó el primero, Colores en el mar y otros poemas. De él, el propio Pellicer emitirá la más severa de las críticas: era “monstruosamente malo”.
El agua que lo vio nacer, así como la pasión, la naturaleza y el amor se encuentran en la mayor parte de su obra. “Tu cuerpo es lo desnudo que hay en mí, / toda el agua que va rumbo a tus cántaros”. Y en otro poema recordaba: “En una de esas tardes / sin más pintura que la de mis ojos, / te desnudé / y el viaje de mis manos y mis labios / llenó todo tu cuerpo de rocío”.
Gracias a Gabriela Mistral, quien no sólo difundió su obra, sino que presumía su amistad, comenzó a ser llamado El poeta de América. Un poeta que falleció en 1977, no sin antes dejarnos su legado eterno. “Que se cierre esa puerta / que no me deja estar a solas con tus besos”.