Tal vez no exista metáfora mejor aplicada para referirse a nuestro México que el teatro. Octavio Paz analizó las máscaras que portamos, indispensables para crear un personaje. Del mismo modo, se habla del “escenario nacional”; el lugar donde todo ocurre y la realidad supera a la ficción. Nuestra actitud de todos los días se asemeja tanto a la teatralidad: el drama, el fatalismo, que, sin llegar a ser irremediablemente trágico, se convierte en un auténtico melodrama donde conviven a la perfección la risa y el llanto, la alegría y la tristeza, la festividad y la soledad. No es casualidad, entonces, que la historia del teatro en nuestro país sea tan rica y tan variada, absolutamente imprescindible para comprender el surgimiento de esta nación.
Por principio de cuentas, se sabe que en la época prehispánica se presentaban escenas cortas con fines religiosos. Se utilizaban la danza y la música para mostrar leyendas y mitos. Algunas veces, quizá, con carácter pedagógico pues se representaban a dioses y a hombres que interactuaban para ejemplificar la creación del mundo, de la humanidad y del universo.
Entre los documentos que sobreviven destaca el Rabinal Achí, elaborado en el siglo XV en la actual Guatemala. Su nombre original es Xajooj Tun, que significa Danza del Tun o del tambor. En este drama, dividido en cuatro actos, se mezclan las historias sobre el origen del pueblo Q’eqchi, así como sus relaciones con otros grupos. Para ello, se valen de máscaras, baile, diálogos, situaciones y música.
Gracias a que se ocultó en la más perfecta clandestinidad, el Rabinal Achí sobrevivió a la destrucción emprendida por los primeros misioneros. Sin embargo, su existencia permite suponer que otras muchas obras fueron creadas, escritas y destruidas. Por desgracia, jamás sabremos de ellas.
A los misioneros, no obstante, les debemos una parte de nuestra herencia cultural en la materia: ellos labraron los cimientos del teatro en México. Posteriormente, durante los 300 años de vida virreinal, la actividad teatral no destacó de manera importante, sin embargo, nos regaló a dos auténticos genios de la literatura universal: sor Juana Inés de la Cruz y Juan Ruiz de Alarcón.
El nacimiento del teatro en México, como un género vigoroso y consolidado, puede situarse en los años posteriores a la Independencia. “Desde las butacas se va forjando una sociedad”, escribió Carlos Monsiváis.
Con el nuevo siglo, la inseguridad pública alejó a la gente del teatro, como sucedió en la Revolución. Esta vez, los antídotos han sido las grandes y fastuosas producciones, muchas traídas de Broadway y Londres, realizadas por compañías especializadas, las cuales atraen a un público vigoroso. Además, una nueva generación de actores de calidad ha aparecido, lo cual es una gran noticia: no son necesariamente guapos pero tienen talento y ahora llenan también las pantallas del cine nacional y extranjero. Su gran escuela: el teatro mexicano.