Quienes hayan visto El compadre Mendoza (1933) o ¡Vámonos con Pancho Villa! (1935), podrán valorar el talento de uno de los cineastas mexicanos más emblemáticos: Fernando de Fuentes. Si a estos dos títulos clásicos del cine nacional le añadimos otro más, Allá en el Rancho Grande (1936), la importancia de este realizador adquiere proporciones mayores.
De Fuentes nació en Veracruz el 13 de diciembre de 1894. Hijo de una familia acomodada, su etapa formativa estuvo marcada por una profunda transición en el país: mientras en su infancia fue testigo de los últimos años del Porfiriato, su juventud transcurrió durante la revolución armada. De esta combinación, su personalidad se compuso con las contradicciones y dudas morales que correspondían a su calidad de hombre ilustrado y reflexivo ante la realidad que estaba viviendo. Afortunadamente, esas complicaciones intelectuales le permitieron profundizar con templanza –más que sus contemporáneos– en temas que no habían pasado aún por la prueba del tiempo.
De Fuentes ingresó al cine a trabajar en la exhibición y, al comienzo del sonoro, se incorporó en la producción como segundo ayudante de dirección en Santa (1931). Al año siguiente recibió su primera oportunidad como realizador, en la cinta El anónimo. Muy pronto dio señas de creatividad y agudeza con El fantasma del convento (1934), filme de horror de corte fantástico y muy curioso para su época. Fue con su trilogía revolucionaria que se consolidó como uno de los cineastas más importantes de la época: El prisionero trece (1933), El compadre Mendoza y ¡Vámonos con Pancho Villa! (1935). En El compadre Mendoza, que ha trascendido como uno de los grandes clásicos del cine nacional, construyó una tragedia en el marco de la Revolución Mexicana que, a través de sus personajes, abunda en motivos sobre los conflictos humanos en un escenario histórico.
¡Vámonos con Pancho Villa!, la primera obra maestra del cine mexicano, es un alegato crítico y desmitificador contra la Revolución, los caudillos y el apetito de estos por el sacrificio de sus semejantes. Esta superproducción –financiada en parte por el gobierno– asombra por su discurso enérgico, una cualidad que asombra si se examina la época en que fue filmada: durante el nacionalismo incandescente y orgulloso de la Revolución.
Sin embargo, si hay una película en la que se puede dividir la historia del cine mexicano como industria es Allá en el Rancho Grande. Cuando De Fuentes realizó esta producción, la cinematografía nacional no era más que un tejido de esfuerzos aislados. Esta cinta fue la piedra angular para la construcción de una verdadera industria, y gracias a ella el cine nacional descubrió su género más auténtico: la comedia ranchera. Además, el éxito que tuvo, no solo en el país sino también en el extranjero, permitieron enganchar un mercado y garantizar a los productores la recuperación de sus inversiones.
Durante las décadas siguientes, De Fuentes dirigió algunas cintas de búsqueda, como Doña Bárbara (1943) o Crimen y castigo (1950), aunque prefirió avanzar por la brecha que abrió Allá en el Rancho Grande, quizá impulsado por el fracaso económico de sus anteriores cintas, de contenidos y tratamientos más ambiciosos. Hasta su fallecimiento, el 4 de julio de 1958, completó una amplia filmografía compuesta por 33 largometrajes de temas y géneros variados, que dan cuenta de su originalidad e inteligencia para hacer cine.