Noches de cabaret en la Ciudad de México. Noches de rumba por todo el país.
La música siempre ha acompañado a los mexicanos, ha transitado junto a nosotros, ha reflejando nuestro espíritu y nuestras circunstancias. Desde el uso ritual en los tiempos antiguos hasta el “pecaminoso” vals virreinal (que escandalizaba a la Inquisición) o el vals pulcro y estirado de la afrancesada época porfirista, pasando por el corrido revolucionario o bien, por la enorme variedad de la que disponemos actualmente, y de la que cada quien adopta la que expresa mejor su realidad, sus carencias y sus anhelos. Precisamente esto fue lo que sucedió con las sonoras y las matanceras: surgieron para expresar “algo” que los mexicanos de entonces tenían en el alma.
En los años veinte del siglo pasado, cuando la revuelta revolucionaria se fue aplacando poco a poco, surgieron en la capital del país los primeros salones de baile de renombre. Aunque ya existían algunos más o menos conocidos, como la academia de baile en Bucareli o la Quinta Salón Corona, cerca de Indios Verdes, fue hasta el término de la Revolución cuando la gente sintió la confianza de volver a salir de noche.
Entonces, los ritmos en boga eran principalmente el jazz y el charleston, muy gustados, sí, pero ajenos a la realidad que se vivía en nuestro país. Sin embargo, mientras esto sucedía aquí, en la isla de Cuba nació una agrupación que encabezaría todo un movimiento musical y cultural que continúa vivo hasta la fecha, y que en México significa la raíz de gran parte del movimiento grupero que ahora conocemos. Hablamos de la Sonora Matancera.
No fue casualidad que gran parte de los ritmos musicales que se extendieron por todo el continente nacieran precisamente en aquella isla. Cuba fue el primer territorio que ocuparon los españoles por entero, incluso antes de enterarse de la existencia de todo el bloque continental. Dado que los conquistadores se dieron a la tarea de explotar sus minerales y de sembrar algunos productos, como la caña de azúcar, y para ello utilizaron hasta el exterminio la mano de obra local, es decir, a los nativos isleños, muy pronto se vieron en la necesidad de importar esclavos africanos.
Fueron estos esclavos quienes trajeron al continente sus creencias y costumbres, sus leyendas y sus dioses, pero también sus cánticos, sus ritmos, su melancolía. Si Cuba fue el trampolín para conquistar el continente americano, también lo fue para liberarlo, al menos en espíritu. Esto se logró por medio de la música.
La Sonora Matancera surgió en 1924 en la ciudad de Matanzas, de donde adoptó su nombre. Lo que comenzó siendo un conjunto exclusivamente de cuerdas llamado Tuna Liberal, se transformó en una década en una agrupación de vanguardia que tocaba y adaptaba los ritmos típicos y de reciente nacimiento, como el son cubano, el bolero, la conga, el dengue, el guaguancó, la guaracha, el mambo, el merengue, la rumba, el chachachá, el merecumbé, la milonga, la bachata y hasta el bolero ranchero. Entre sus filas se contaban músicos verdaderamente virtuosos, por ejemplo, Dámaso Pérez Prado, Celia Cruz, Pedro Knight, Daniel Santos y Miguelito Valdés.
Tras el triunfo de la Revolución Cubana, algunos artistas decidieron exiliarse de la isla. El conjunto tenía un contrato para realizar una gira musical, por lo que salieron rumbo a México el 15 de junio de 1960 y jamás regresaron. Su nuevo hogar les significaría proyección, tranquilidad y fama. Gracias a su influencia surgieron agrupaciones emblemáticas como la colombiana Sonora Dinamita, en 1960, la mexicana Sonora Siguaray, en 1968, y la más famosa de todas, La Sonora Santanera, en 1955, agrupación que fue bautizada con este nombre por el cómico Jesús Martínez “Palillo” precisamente durante una presentación de la Sonora Matancera en la que fungieron como teloneros.
Esta clase de música, de corte tropical, que igualmente habla de amor que de tristeza o bien de melancolía que de fiesta a secas, tuvo un auge inusitado. Los mexicanos se sintieron identificados precisamente por la explosión de ritmos y la mezcla de sentimientos que enarbolaban. Se trataba de música latina, de regocijo caribeño, de una clase de amor sencillo, limpio, sin mayores pretensiones que las de la vida diaria.
Del centro del país hacia el sureste, principalmente, las sonoras se extendieron, se adoptaron, se imitaron. Las agrupaciones se multiplicaron, aunque no siempre con la misma calidad ni con el mismo éxito. Pero para el momento del baile, para el instante del júbilo, para el minuto de tristeza, siguen logrando su cometido.
La Ciudad de México fue el escenario principal de las sonoras. La planificación de eventos en la CDMX cambió para siempre, y esto se reflejó también en la pantalla grande gracias al cine de rumberas. María Antonieta Pons fue la encargada de protagonizar la primera cinta propiamente del género (Siboney, en 1938), sin embargo, la producción en serie de estas películas sucedió gracias a Humo en los ojos, en 1946. Entonces, por las salas de cine desfilaron Meche Barba, Amalia Aguilar, Ninón Sevilla, Rosa Carmina, Rosita Quintana, Lilia Prado, Ana Bertha Lepe, “Tongolele”, Beny Moré, Agustín Lara, Rita Montaner, Olga Guillot y tantos más, sin faltar, desde luego, el capitán de este barco, el legendario Juan Orol.
La música nacida en Cuba, en Tabasco, en Veracruz, en el trópico sudamericano, echó raíces en esta tierra. Gracias a las decenas de ritmos existen para siempre los recuerdos del Salón México y el Colonia, de Los Ángeles y el California Dancing Club, y de las decenas de cabarets que matizaron la ciudad: El Burro, el Casino Royal, el Marroquí, el Java, el Mata Hari, el Patria, el Sergio’s Le Club, el Quinto Patio, el Can Can, el Bagdad, el Cuba Libre o el Imperio…y eso sólo hablando de la capital, sin olvidar las cientos de fiestas de cada fin de semana.
Ésta es, de verdad, la música que llegó para quedarse.