Carlos Eduardo Díaz
“¿Y de qué me tiene que venir a hablar ese señor? Más vale que le digas que, si es para pedir tu mano, no lo haga. Perdería su tiempo y me haría perder el mío. Sabes muy bien que por ser la más pequeña de mis hijas, a ti te corresponde cuidarme hasta el día de mi muerte”.
Esta frase marca el tono de la obra. La implacable Mamá Elena no conoce medias tintas. Ella es de piedra, como el corazón norteño de México. Es madre de tres hijas, viuda y dueña de un rancho. Pero nada de esto es impedimento ni motivo para provocar su derrota, ni siquiera la desgracia de haber perdido la leche materna a causa del susto ocasionado por la muerte de su esposo. La lactancia perdida, la que obliga a que Tita, la hija menor, sea criada a base de atoles. Entonces, la pequeña encuentra en la antigua cocinera a una segunda madre, a una nana, a una cómplice, a una maestra. “Nacha, que se las sabía de todas todas respecto a la cocina –y a muchas otras cosas que ahora no vienen al caso– se ofreció a hacerse cargo de su alimentación”.
Tita nació en la cocina, mientras su madre picaba cebolla, y creció también en la cocina, entre guisos y postres. Se acostumbró a los sabores, a los olores, a las especies, al aroma del pan, a la consistencia de la leche hervida… y esa sensibilidad marcó su vida, y también su tragedia, porque es mediante los alimentos como Tita soporta el peso de su amor imposible. Ese amor llamado Pedro Múzquiz que le es negado por una inamovible tradición familiar que pesa tanto como una maldición o una vieja condena.
La novela
Laura Esquivel publicó Como agua para chocolate en 1989. Su recibimiento fue cálido, entrañable. El periódico español El Mundo la incluyó en su lista de las “100 mejores novelas en español del siglo XX”. Ese mundo tan íntimo, tan femenino, que es –como los matriarcados– la base sobre la cual gira el mundo masculino. La crítica la definió como una notable representante del realismo mágico latinoamericano. Pero, ya se sabe, lo que es realismo mágico en todo el mundo, en México es realismo a secas. No en balde, André Bretón calificó a nuestra nación como el país surrealista por excelencia.
“Tita nació –dice la autora– llorando de antemano, tal vez porque ella sabía que su oráculo determinaba que en esta vida le estaba negado el matrimonio”. A la estricta tradición familiar, que con fidelidad guarda Mamá Elena, se suman otros elementos típicos de la familia mexicana, como el hecho de que sea la cocina el escenario donde los secretos son confesados y las lágrimas derramadas se mezclen con los ingredientes de cualquier alimento. Cuando una familia mexicana se reúne, lo hace en la cocina. Mientras unos cortan papas, otros pican jitomate, desvenan chiles, comen tortillas y uno que otro, cruzado de brazos, escucha y comenta las historias que se desarrollan en torno a una estufa. La cocina familiar es a la vez confesionario y salón de fiestas donde –como el chile poblano– un mexicano puede arrancarse la piel y andar desnudo de penas.
Es parte de la calidez y del sabor de la cocina mexicana: prepararla con cariño. Por eso, cuando la siempre envidiosa y llena de chismes Paquita Lobo le pide a Tita que le pase la receta de los chiles en nogada, recibe un merecido “El secreto es hacerlos con mucho amor; espero que un día te salgan”.
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