Empezaré con una frase suya, para que veamos los alcances de la dama: «Sé vivir a expensas de mi trabajo honrado, sin mendigar lo que por derecho me pertenece”. No lo dijo María Félix, no lo dijo Frida, Sara García o alguna de las mujeres entronas que reconocemos en la actualidad, lo expresó Laura Fernández Mantecón, una oaxaqueña nacida en 1845 que, durante un breve periodo, ocupó ese puesto decorativo al que llamamos de extraña manera “Primera Dama”.
Laura creció en un ambiente poderoso y rico. Su padre fue gobernador de Oaxaca y la familia materna era reconocida y contaba con grandes recursos, por eso la educación de esta mexicana ejemplar fue de las más completas de la época. Sin embargo, un día ilógico, de esos que con frecuencia aparecen nada más por joder, Laura quebró su vida al enamorarse del hombre equivocado, un general de división, atrabancado y rudo, con un innegable prestigio militar y político quien, seguramente, sería uno de los hombres fuertes del país: Manuel González. Al menos en el plano cívico, la historia le dio la razón. Manuel se convirtió en presidente de México en 1880 y Laura se trasladó a vivir a la Ciudad de México al lado de su marido, con quien tuvo dos hijos.
Hay un dicho muy mexicano que me encanta, para usar en esta ocasión: “ahí es donde la puerca torció el rabo”. Pues en la vida de Laura empezó una historia muy parecida a la que Ángeles Mastretta narra en su gran obra Arráncame la vida, basada en otro de los engendros que tolera nuestro sistema político nacional, Maximino Ávila Camacho, (además de la película, muy bien hecha, les recomiendo la novela escrita, de lo mejor). Un mal día, al general se le soltaron las cabras y apareció el verdadero demonio que traía dentro. González era un verdadero energúmeno, el típico prototipo del macho golpeador y borracho, abusador, cliente frecuente de los prostíbulos, permanentemente violento.
La vida de Laura dio un giro hacia el infierno.
Al presidente, héroe de guerra donde perdió un brazo, se le permitía todo, se le toleraba todo, se le justificaba todo, como ha sucedido casi siempre (hasta las memorables respuestas sociales de los últimos años, que los han venido poniendo en su lugar). Alcohólico, brutalizado por los excesos y múltiples amoríos, González fue destruyéndola en dosis diarias y precisas, como si fuera un veneno, hasta que finalmente abandonó a su esposa o, más bien, la arrojó a la calle.
Pero Laura decidió que no era un mueble viejo, logró recuperarse y, tras varios años de dudas sobre “el qué dirán”, pidió el divorcio, algo casi impensable en esa época y menos si se trataba de divorciarse de uno de los mayores personajes de la época.
Los ejecutores de la justicia mostraron, inmediatamente, de qué lado estaban. Doña Laura, sin embargo, no se detuvo y pese a no encontrar abogado que quisiera representarla, redactó a mano las acusaciones y trató de hacerse cargo personalmente de su caso. Ahí conoció el otro infierno, el de las leyes cuando se acomodan a favor de uno de los lados de la contienda.
Perdió todas las batallas.
Quiero hacer notar que aquí hice una pausa, para recordar a esas personas que han sido pisoteadas por un sistema judicial que es todo menos imparcial. En Laura hay un homenaje a esos casos.
Sé vivir a expensas de mi trabajo honrado, sin mendigar lo que por derecho me pertenece
Mientras llevaba a cabo el juicio, tratando de recuperar a su hijo (el otro había muerto al nacer) y en pro de la dignidad de género, Laura abrió una casa de huéspedes y una escuela elemental cerca de la Plaza de la Constitución. Sin embargo, la presión y el agobio de las autoridades la forzaron a exiliarse a Estados Unidos, donde estudió medicina homeopática y se hizo doctora. Más tarde, a su vuelta, dispuesta a no rendirse e impedida a ejercer medicina —las mujeres no tenían ese derecho—, abrió una tienda de ropa para damas, mientras continuaba peleando.
No, no hubo final feliz con mariachis y banderitas. No hubo reconciliación, no hubo justicia divina ni hubo al menos un “usted disculpe”. A los 55 años, en absoluta pobreza y olvidada por su familia que insistía que sus lances legales no eran propios de una mujer decente, Laura falleció sin haber logrado avanzar en su lucha contra el machismo y contra un personaje que se convirtió en el dueño de la ley. La ironía es que frecuentemente institucionalizamos estas injusticias y nadie las revisa para revertir, al menos en algo, los sucesos pasados, pues mientras de ella se habla poco, Manuel González está enterrado en la Rotonda de las Personas Ilustres, como muchos otros sátrapas que se colaron al festejo de los reconocidos por la patria.