A veces se personaliza, se concentran los aplausos en un solo individuo, se recuerdan los esfuerzos puntuales, las estatuas se crean únicamente para uno, pero no siempre es así la historia.
Salieron a la calle a las 7 de la mañana con 21 minutos. Apenas habían pasado los últimos movimientos, las piedras seguían cayendo, el polvo aún no se reacomodaba, los edificios se sostenían chirriando, y la gente ya estaba ahí, buscando a los familiares, arañando entre las piedras, llorando de miedo pero concentrados en luchar contra el tiempo para encontrar sobrevivientes. Apenas se empezaba a conocer la magnitud de la tragedia y estudiantes y obreros, amas de casa y oficinistas, ya empezaban a remover la tierra triturada, porque había hermanos allá abajo, entre el concreto apeñuscado, entre las piedras resquebrajadas. No había pasado una hora y ya estaban recontándose, para ver quién seguía sumido en las sombras, quién estaba herido, quién lloraba; trataban de ponerse de acuerdo en cómo rascar, en cómo buscar, en trepar las montañas de escombros para salvar a quien era su vecino. Era la gente.
Veinte mil, treinta mil, si no es posible determinar el número de muertos menos es posible determinar a los vivos que trabajaron por paliar la tragedia. Porque tampoco fueron todos, como se insiste en destacar, hubo muchos que rápidamente olvidaron, que cauterizaron los oídos, que fingieron no ver… Hubo otros inútiles que poco aportaron, muchos de ellos en el gobierno, personajes que eran responsables de actuar y que se sumieron en el pasmo… Hubo los que contaron a su familia y se limitaron a suspirar porque estaban todos, el resto eran extraños por los que no había necesidad de trabajar… Tenemos que reconocer que no fueron todos y que no todos merecen aplausos, aunque hoy digan que rascaron con las uñas o que alimentaron a cientos.
Pero al margen de esos oportunistas y esos desentendidos, hubo varios miles de personajes memorables, de héroes anónimos, de espíritus de vida que decidieron remover hasta liberar a los últimos prisioneros de la tierra. Hoy sabemos que aparecieron personas rescatadas 10 días después, aún con vida, gracias a “topos”, a enfermeras, a soldados, a comerciantes, a adolescentes, a universitarios, a religiosas, a ejecutivos, a extranjeros, a indígenas, a niños impresionantes, a mujeres mágicas y hombres milagrosos, a esos mexicanos que, aunque no los podemos nombrar, nos devuelven el orgullo. Era la gente. Esa gente no se limitó a ver los derrumbes o a contar chismes, no se detuvo ante el miedo y la rutina, sino que escribió uno de los mayores capítulos de la historia capitalina. Era la gente, mexicanos de bien que actuaron como deberían hacerlo y nos hicieron reconciliarnos con el ser humano.
De eso hace 30 años, un 19 de septiembre. Nadie lo olvida de entre quienes comprobamos ese día que somos un grano de sal en el planeta. Recordamos a los muertos, saludamos a los heridos, pero debemos también honrar a esa multitud que decidió cambiar el destino de muchas víctimas, gente que no pudo hacer nada contra el movimiento telúrico pero que decidió que podía hacer mucho por enfrentar la desgracia.
Era la gente, nuestra gente, la señora de las tortillas y el taxista, la vecina del catorce y el dueño de la fábrica, el empleado público y los albañiles que se multiplicaron por miles. Era la gente. Ante el dolor, ante las tragedias que a ratos nos inundan, están ellas y ellos, y ojalá podamos decir que estamos nosotros, los personajes de esta semana y de muchas semanas que hacen que el paso por este planeta valga la pena. Gracias a todos ellos y gracias a todas ellas.