Ubicada en la Plaza de las Tres Culturas, en el corazón mismo de Tlatelolco, en el Distrito Federal, la placa no deja lugar a dudas ni espacio para el olvido. Ahí, en grandes letras labradas en piedra, podemos leer las que sin duda siguen siendo las palabras más tristes de toda nuestra historia, pero también las más certeras:
“El 13 de agosto de 1521, heroicamente defendido por Cuauhtémoc, cayó Tlatelolco en poder de Hernán Cortés. No fue triunfo ni derrota. Fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy”.
Trece de agosto. Un día de fúnebre memoria, incluso hoy, 494 años después. Un día que – infinitamente mejor que el 12 de octubre – representa lo que somos y lo que no queremos ser al mismo tiempo.
Sin embargo, y más allá del dolor, es necesario preguntarnos qué fue lo que pasó aquel día. Cómo fue posible que una de las ciudades más esplendorosas de todo el continente y una de las más grandes y pobladas de todo el mundo cayera en poder de un grupo de extranjeros.
Regresemos un poco en el tiempo
Apenas un año antes de esta decisiva derrota, entre la noche del 30 de junio y la madrugada del 1 de julio de 1520, el ejército mexica había expulsado de la ciudad de México-Tenochtitlan a los españoles y a sus aliados venidos de otras naciones indígenas. El desastre había sido monumental para las fuerzas de Cortés. Un número incontable de españoles e indígenas aliados perecieron; se calcula que 600 europeos y 900 tlaxcaltecas. El conquistador mismo sufrió la pérdida de dos dedos de la mano izquierda. Aunque no lo hizo sentado bajo el ahuehuete de Popotla, Hernán Cortés sí lloró su derrota.
¿Qué sucedió entonces?
Los mexicas creyeron que los invasores se irían para siempre, pero se equivocaron. Cortés invirtió veinte días en curar sus heridas y se replegó hacia territorio aliado, desde donde planeó el contraataque.
Adicionalmente, y por causas estrictamente ajenas a todo plan, comenzó en contra de los mexicas una especie de guerra bacteriológica. En uno de los navíos al mando del capitán Pánfilo de Narváez venía un negro enfermo de viruela; enfermedad desconocida en este territorio. Algunos cronistas españoles hablan de que, en ciertos lugares, falleció más de la mitad de la población. Fueron las muertes, fue el temor, fue la creencia de que se trataba de un castigo divino por haber enfrentado a los dioses. Fueron tantas cosas que Cortés supo aprovechar.
El español cortó el suministro de agua potable; el agua del lago que rodeaba la ciudad era salada, además se encontraba en severo grado de descomposición a causa de los cientos de cadáveres que flotaban en ella. También impidió el paso de provisiones. Se apoderó de las ciudades que se levantaban a la orilla del gran lago y esperó a que la desesperación venciera a los mexicas.
Meses antes, para evitar la traición por parte de sus soldados, el conquistador había ordenado desmembrar y hundir las partes de sus naves. Con estos fragmentos construyó entre doce y trece bergantines (pequeñas pero veloces embarcaciones capaces de navegar en aguas poco profundas), cada uno armado con un cañón y con una docena de piezas de artillería.
Prácticamente todos los pueblos de la región decidieron apoyarlo. De todas partes recibía ayuda, ya como provisiones, ya como hombres para nutrir su ejército. Guerreros venidos de Tlaxcala, Huejotzingo, Cholula, Chalco, Amecameca, Mixquic, Tlalmanalco…
Los bergantines se dedicaban a bombardear poblaciones, a destruir los puentes que unían a la isla con tierra firme, mientras que cientos, tal vez miles de canoas conducidas por los indígenas aliados se enfrentaban con las canoas mexicas.
El hambre se hacía más insoportable, la sed secaba las gargantas, las enfermedades mermaban a la población, la descomposición de los cadáveres volvía el aire irrespirable. Los mexicas devoraban todo lo que podían: ratones, lagartijas, aves acuáticas, peces. Cuando todo esto se acabó, comenzaron a comer raíces, lirio, cuero tatemado, incluso el relleno de los muros de sus viviendas.
Los guerreros mexicas resistían con heroicidad; los brujos lanzaban encantamientos en contra de los enemigos. Todo fue inútil. Los dirigentes de la Triple Alianza entendieron llenos de pesar que había llegado la hora de la rendición. Para entonces, la ciudad había permanecido sitiada cerca de 114 eternos días. No había nada más que hacer. Los tlatoanis de Tlacopan, Azcapotzalco y Texcoco le comunicaron a Cuauhtémoc su decisión. Todo había acabado. No existía ningún futuro.
Las crónicas aseguran que llovió toda la noche y que apareció una enorme columna de fuego que se perdió a la mitad del lago.
Al día siguiente, Cuauhtémoc, último huey tlatoani de México-Tenochtitlan, se entregó pacíficamente a los españoles. “Los mexicas ya no pelearán más cuando vean que su príncipe ha sido capturado”, aseguró. Después, ya frente a Cortés, le pidió: “Toma ese puñal que tienes en la cintura y mátame”. Había asumido se destino: se entregaba como víctima de sacrificio.
El conquistador trató de tranquilizarlo. Le aseguró que ni él ni su pueblo tenían nada que temer.
Para entonces, la huida era general y el saqueo y las muertes a manos de los españoles apenas estaban comenzando.
En uno de los muros de la iglesia de la Concepción, en el cruce de las calles Tenochtitlan y Constancia, en el barrio de Tepito, se encuentra incrustada una placa que sentencia: “Tequipeuhcan (lugar donde empezó la esclavitud). Aquí fue hecho prisionero el Emperador Cuauhtemotzin la tarde del 13 de agosto de 1521”.