Ya podríamos empezar a cambiar el mundo en casa, respetando los derechos humanos del personal de servicio, ese mundo olvidado de las “chachas”, despectivo genérico que nos describe y nos exhibe como una sociedad discriminadora.
Y empieza en el hogar. Ahí no hay partidos políticos a quienes culpar, ni gobernadores de quienes quejarnos, ni narcos ni policías… existimos nosotros, manejando una red de castas laborales que nos exhibe ante los hijos. Y eso no es problema menor.
Recuerdo aquella triste anécdota de la señora que escuchó un ruido en casa y gritó: “¿Quién anda ahí?”, para recibir una frase terrible por sus implicaciones: “No es nadie, señora, solo soy yo”. Así se ven y así las vemos, así viven, a la sombra, siendo nadie, siendo un silencioso recurso para que la casa esté lista, limpia, a resguardo de los males que vienen de fuera.
Ya podríamos juzgarnos con la misma severidad que aplicamos a quienes se supone que deberían gobernar con ética y sentido común. Podríamos ver lo que pagamos, los servicios a los que esos trabajadores tienen derecho –como el derecho al descanso–; podríamos descubrir cómo somos vistos, qué tanto ejercemos la justicia, qué tanto sabemos siquiera cómo se llaman, si tienen un hijo enfermo en casa, si estudian, si saben leer; podríamos vernos en el espejo del poderoso que olvida para qué gobierna; podríamos explicar muchos de los vicios públicos que hoy tienen revuelta a nuestra sociedad. Todo eso ahí, no muy lejos de nuestras narices, tan preocupadas por derechos humanos en India o Pakistán.
“No son la felicidad de la casa, pero si se van se la llevan”, acostumbramos decir para mostrar nuestra negada dependencia –dependencia, por otro lado, basada más en la comodidad que en la real necesidad–, pero ese es otro tema. Por qué no continuar la frase: ¿y si no se van?, ¿y si buscamos que no se vayan y que se queden por gusto y no solo por hambre?, ¿y si descubrimos su lugar en el mundo y les ayudamos a descubrirlo?, ¿y si les damos tiempo para ir a la escuela?, ¿y si las enseñamos a reconocer que tienen derechos humanos?, ¿y si las enseñamos a exigir a los gobiernos y a no callarse ante las injusticias?, ¿y si les enseñamos que su voto no vale una despensa o una cobija?, ¿y si…
Porque no todo el país lo gobierna Peña Nieto. En casa, a menos que tus hijos o tu pareja dispongan otra cosa, tú mandas. Ya podríamos empezar a cambiar el mundo ahí, donde el mundo está en nuestras manos.