Aprovechando la temporada, una historia de fantasmas que me contaron en la ciudad de Durango:
Guillermo parecía un viejo, pero no lo era. Tenía apenas 19 años y, sin embargo, su cabello era blanco, completamente poblado por las canas. Algunas arrugas le deformaban el cuello, la frente y las mejillas. “Él no era así”, me aseguraron. “Se quedó así después de que lo asustaron”.
Tiempo antes, Guillermo, de oficio albañil, trabajaba en diversas construcciones en su natal Durango. Casas, escuelas, oficinas. Todo le daba igual. No había nada distinto entre colocar tabiques, aplanar paredes o alinear azulejos. Pero algo estaba por sucederle.
Él y cuatro de sus compañeros fueron contratados para realizar ampliaciones a una casona antigua, propiedad de un comerciante adinerado de la región. La ubicación era lejana, por lo que, mientras duraban los trabajos, todos ellos dormirían en los cuartos de servicio del lugar. Era un buen negocio: trabajo seguro por casi tres semanas, buena paga, comida abundante y un lugar caliente donde dormir. No necesitaron pensarlo demasiado para aceptar.
Los primeros días pasaron sin mayores contratiempos. El cansancio los vencía de tal modo que, al llegar la noche, dormían con tranquilidad, aislados del mundo y esperando que las horas de sueño se alargaran para retomar las fuerzas necesarias. Fue al cuarto día, sin embargo, cuando algo sucedió.
Esa noche, uno de aquellos jóvenes se despertó de madrugada. Tenía la boca seca, así que se levantó para buscar algo que le remojara la garganta. Se puso de pie, y aún con los ojos llenos de lagañas, observó algo raro en uno de sus compañeros: parecía que flotaba.
El corazón le dio un brinco, pero se negó a creer lo que veía. No era posible. Siguió observando con detenimiento, sin moverse, hasta que sus ojos se acoplaron a la oscuridad. Era verdad: su amigo seguía dormido, acurrucado sobre sus propios brazos, pero su cuerpo entero se encontraba flotando en el aire, a más de un metro de altura de la cama. Estaba rígido, como si alguien lo estuviera cargando por el pecho.
El joven gritó y su amigo cayó de golpe sobre la cama. Entonces todos despertaron. Él les contó lo sucedido pero ninguno le creyó, ni siquiera el que había flotado. Solamente se rieron de él, llenos de burla, y volvieron a dormir.
No obstante, en las noches siguientes los sucesos empeoraron. Algunos días despertaban tirados en el suelo; otros amanecían acostados con normalidad, pero sus camas estaban dispersas por todo el cuarto, como si alguien las hubiera movido sin que ellos lo sintieran. Pero lo que los terminó de convencer fue lo que les ocurrió la octava noche.
El joven que presenció el primer fenómeno estaba demasiado nervioso como para dormir. Así, las horas fueron pasando, hasta que muy de madrugada sintió un movimiento debajo de su cama.
Primero pensó que era alguno de sus compañeros que quería asustarlo, así que no le dio importancia y trató de no decir nada para terminar con la mala broma. Entonces, vino otro movimiento, como si alguien estuviera empujando la cama desde abajo y la hiciera sacudirse. Él se quedó quieto, aguantando la respiración, pues el miedo se le había subido a la cabeza. Cerró los ojos, implorando que se detuviera. Por un momento así fue.
Pero pocos segundos después, su cama comenzó a sacudirse violentamente, brincando y cayendo contra el suelo una y otra vez. Se escuchaba el crujir de la madera cuando las patas se estrellaban contra el piso. Él quería gritar, pero sentía una bola de pelos atravesada en la garganta. Mientras, su cama seguía azotándose; brincando y cayendo como si dentro hubiera un animal enfurecido.
Al fin logró gritar, y cuando el silencio se llenó con su voz entrecortada, el movimiento cesó. Los demás se despertaron, enojados y a la vez divertidos, pues notaban el llanto que se le escapaba entre cada una de las sílabas.
Comenzaron a burlarse de él y le exigían que se callara para poder dormir de nuevo. Pero de pronto, las cinco camas empezaron a sacudirse; se levantaban en el aire y caían de golpe. Se movían sin parar haciendo que sus cuerpos se agitaran. Los cinco salieron corriendo de la habitación.
Al día siguiente se lo contaron al patrón. Él les aseguró que había sido solamente su imaginación. “Esas cosas no existen”, les dijo. “No se preocupen, toda la casa está bendecida desde que la compré. Aquí no puede entrar el diablo”.
“No puede entrar, pero tampoco salir”, les dijo la cocinera más tarde.
Al llegar la noche, ninguno quería volver a dormir en esa habitación. Preferían dormir a cielo raso que exponerse a los malos espíritus que allí se encontraban. Entonces, a uno de ellos se le ocurrió algo: probarían su valor.
Durante toda la noche se turnarían para dormir en el cuarto, uno a la vez. Pasarían una hora solos. Transcurrido ese tiempo, otro iría a relevarlo. Eso mostraría quién era digno de respeto.
Quien propuso la idea, propuso también que Guillermo fuera el primero en quedarse a solas. Por ninguna razón aparente, sólo que alguien debía comenzar. Resignado, Guillermo se dirigió al cuarto, mientras los demás lo veían alejarse lentamente. Lo que él no sabía era que todo era parte de una broma: no tenían intención de relevarlo. Esperarían a que se durmiera y lo dejarían en aquel cuarto toda la noche, sólo para divertirse.
Guillermo, en tanto, pensó que lo mejor era mantenerse alerta. No se dormiría, así podría correr en caso de que fuera necesario. Para ello, prendió una pequeña lámpara y tomó el periódico deportivo de uno de sus amigos; se acomodó en su cama, cubriéndose hasta el cuello con las cobijas, y comenzó a leer.
Los minutos pasaban y nada sucedía; esto le dio confianza y se sumergió en la lectura de los resultados deportivos. De pronto, sin mayor aviso, escuchó un ruido. “Un ruido no es nada”, pensó, y siguió leyendo. Pero el ruido siguió. Escuchó como si algo pesado se arrastrara por el suelo. Quitó el periódico de enfrente de sus ojos y observó.
La pequeña lámpara era insuficiente para iluminar el cuarto entero, el cual era amplio, oscuro y de techos altos. No vio nada. No podía salir corriendo. Eso sería motivo de burla entre sus amigos. Prefirió seguir leyendo, o al menos fingiendo que leía, con tal de ocultarse tras el tabloide. Apenas lo hizo cuando el ruido comenzó de nuevo.
Algo pesado se arrastraba por el cuarto; se movía con dificultad por el piso. Sintió el aire denso. Un aire apretado con el que le costaba trabajo llenarse los pulmones. Su cabeza se puso rígida desde el cuello, pasando por la nuca. Comenzó a sentir punzadas en las sienes, mientras sus piernas se paralizaban y el ruido se volvía más fuerte y más cercano. Lo que fuera que se arrastraba en la oscuridad se iba acercando.
No podía pensar en nada, mucho menos rezar. Pero algo sucedió. El ruido se detuvo y el silencio inundó el cuarto entero, como si el espacio se hubiera cuajado. Él suspiró aliviado y se decidió a salir de la habitación. Pero en cuanto bajó el periódico comprobó que no estaba solo.
Muchas personas lo rodeaban. Gente con la cara muerta y la ropa desgarrada. Algunos con miradas de miedo, otros con ojos de maldad. Eran muchos, todos lo veían fijamente; todos estaban de pie alrededor de su cama. Con ojos blancos, tierra sobre la cabeza, con la piel cortada y ojeras oscuras debajo de los ojos secos. Todos estaban muertos y lo rodeaban.
Escuchó que le hablaban, que repetían su nombre. “Guillermo, ayúdanos”. “Ayúdanos, ayúdanos”. “Guillermo, Guillermo…”.
Eso fue lo último que recordaba. Al día siguiente amaneció con el cuerpo lleno de moretones, acostado en un rincón del cuarto, la cara llena de arrugas y el cabello blanco. Completamente blanco.
Fue así como yo lo conocí. A ese Guillermo de 19 años con cara de anciano, que hablaba poco y tenía los ojos siempre tristes. Uno de sus conocidos me contó su historia. La historia de ese joven que ya para entonces se dedicaba a arreglar el jardín en uno de los barrios de Durango, y al que sus compañeros, llenos de remordimientos, no pudieron volver a hablarle nunca.