Fernando Delgadillo es un hombre extrañamente humano. Al mirarlo en persona, no se encuentra uno con el artista que llena foros, con el que exprime sus recuerdos hasta convertirlos en rima y melodía, tampoco con el cantautor que es reconocido en las calles, saludado en las librerías, proyectado en los medios de comunicación. El que uno observa allí, sentado de manera natural, es un hombre sonriente, y ésta es sin duda la mejor de sus virtudes.
A lo largo de 25 años de vida pública y de tres décadas componiendo canciones, Delgadillo ha elegido la libertad como su medio de comunicación primordial. No se ha inventado a sí mismo; simplemente se proyecta tal cual es, sin poses, sin máscaras ni escudos. Esto es, con seguridad, lo que perciben sus miles de seguidores: el hombre que toma una guitarra y que canta no es un ser iluminado que recita verdades absolutas, sino el simplemente humano que invoca sus errores, que pregona sus tropiezos con tanta simpatía hasta volverlos motivo de festejo, el que denuncia porque sabe que no puede ser de otra manera. O bien, el que habla del amor como quien construye un barco en el que verdaderas muchedumbres han de emprender la travesía.
¿Qué ofrece, cuál es el secreto de Delgadillo? “Yo soy fan-fan”, dice una muchacha alegremente. “Está además bien guapo”, afirma otra. “Así me gustan, grandotes para que me carguen”, alcanza a exclamar una tercera. “Sin duda me identifico con él –asegura un joven con serenidad–. No tengo mejor explicación: me identifico con él”.
Ésta es la más fiel de sus ofertas: la identificación con tantos seguidores que, como él, se han salido de la casa paterna a recomenzar la vida, que han tenido miedo de que les roben su guitarra: ese instrumento cualquiera con el que uno se gana la vida, y que lo mismo puede ser un libro que una brocha o un pincel, una bicicleta, un automóvil o una esperanza.
Delgadillo no lo niega: nació privilegiado. Tuvo una familia, educación y acceso sin medida a una biblioteca. El resto, sin embargo, es fruto de su esfuerzo. Él sabe –lo confiesa– lo que es pasar enfrente de un puesto de tacos y no tener más remedio que sostener el hambre con las manos, a falta de dinero. Ha experimentado también la sensación de ser robado y explotado por los grandes dueños de los sindicatos. Lo sabe también, y de memoria, lo que representa el gozo de tener un par de pesos en la bolsa, de trabajar todos los días, del sabor del triunfo cuando se va labrando poco a poco.
Recuerda con orgullo sus orígenes: grabar un casete de sesenta minutos, vender cuatro o cinco durante sus presentaciones nocturnas, comenzar a ser conocido de boca en boca e ir escalando la vida con paciencia. ¿Músico nato? Un poco, afirma. “Tengo oído musical, un poco de ritmo”, agrega. El resto –dice– es trabajo, es esfuerzo.
En pleno uso de sus ilusiones, ha optado por el camino libre; aquel que no tiene contratos con grandes compañías ni disqueras que lo apoyen, ni aparatos publicitarios que sostengan su imagen en los programas de revista que se transmiten todos los días por la mañana. En cambio, tiene y cuenta con su “tribu”: su grupo incondicional que lo rodea y lo acompaña en sus caminos.
Fernando Delgadillo ha creado una verdadera mitología en sus canciones. En sus propios laberintos habitan seres tan fantásticos como un retocador de calles, un hombre que recibe llamadas inquietantes a la mitad de la noche, una niña que dibuja mundos coloridos sobre un papel cualquiera, un cierto truhán que se trajea como los grillos, un enamorado de las mujeres que se dejan retratar, un vago desvelado de 39 años y un terco trasnochado, y por demás borracho, que se empeña en comprar una botella en días de prohibición.
Ahora, y tras cuatro años de espera, el cantautor llega con su nuevo disco, Tiempo Ventanas, en el cual habla de “el amor, el humor, lo social y lo vivencial”, y para ello convoca a sus seguidores a reunirse el 31 de octubre en el Centro Cultural Ollin Yolliztli.
¿Cuánta vida artística te queda?, le preguntan, por último. “Esto es hasta que el cuerpo aguante”, afirma, seguro de su respuesta.
En este momento, ¿qué te mantiene ahí, sobre el escenario? “La ilusión”, dice con rapidez, sin tener que pensarlo, y regresa a su tarea de volver a sonreír.