Al interior del Templo de Santo Domingo, en la Ciudad de México, se localiza una singular figura cuya devoción ha sobrevivido a los siglos. Se trata de un Cristo ensangrentado que, en su hombro izquierdo, carga una pesada cruz de madera, y al que popularmente se le conoce como el Señor del Rebozo. Lo que lo vuelve peculiar, sin embargo, es la leyenda que lo rodea.
Todo comenzó a mediados del siglo XVI, cuando las monjas dominicas arribaron a la Nueva España y fundaron en su capital el Convento de Santa Catalina de Siena. Estas religiosas se consagraban a la vida contemplativa. Es decir, eran de clausura. Una vez que entraban no volvían a salir ni siquiera al morir, pues eran sepultadas en el coro.
Por este particular estilo de vida sintió atracción una joven llamada Severa de Gracida y Álvarez, quien ingresó como novicia y, al profesar, adoptó por nombre el de sor Severa de Santo Domingo.
Como parte de sus devociones, sor Severa tenía especial aprecio por esta enorme figura de Cristo que les había sido obsequiada por el arzobispo de México fray Marcos Ramírez, en el año de 1666.
Lo que más le atraía de la imagen era su aspecto tierno, su mirada de tristeza, su dulzura escondida debajo de todas las gotas de su sangre. Pero había algo más que todos tenían muy presente. Meses después de que las religiosas recibieron la imagen, la comunidad sufrió una epidemia de calentura maligna. Recurrieron a la medicina y a los remedios tradicionales pero no consiguieron vencerla. Entonces, con inusitada fe, se encomendaron a la misericordia de aquel Nazareno ensangrentado. Ese mismo día, a las seis de la tarde, las religiosas enfermas atestiguaron un hecho maravilloso: Cristo en persona, vestido como aquella figura doliente, se les apareció para aliviar su enfermedad. La epidemia desapareció en el acto.
Al conocerse el prodigio, el provisor decidió trasladar la imagen milagrosa al Templo de Santo Domingo. De nada valieron las súplicas de las religiosas, mucho menos el desamparo que sufrieron. La escultura les fue arrebatada. Fue hasta cuatro años después cuando regresó por fin.
Eso sucedió una mañana en la que aquellas piadosas mujeres se toparon con un curioso hecho: prácticamente de la nada, en medio del convento surgió un poderoso manantial de agua cristalina que inundó todo el lugar. Las religiosas, apuradas, pidieron prestada la imagen de su amado Cristo para solicitarle auxilio. En cuanto la escultura llegó, el manantial se secó. Las autoridades eclesiales interpretaron el acontecimiento como una señal: el verdadero hogar de aquella imagen era con las religiosas y en ese sitio se quedó.
Pues bien, sor Severa de Santo Domingo conocía muy bien esta historia. Durante 32 años acudió sin falta a orar al pie de aquella figura de tamaño natural. Lo hizo todos y cada uno de los días, hasta que la vejez y las enfermedades se lo impidieron. Sin embargo, aun postrada en cama, y sufriendo los malestares propios de la edad, continuaba rezándole y pidiéndole protección.
La rutina se rompió cierta noche de tormenta. Entonces, a causa del frío y de la humedad, los malestares de la religiosa se multiplicaron. Desde su pequeña y fría celda veía asomarse los relámpagos mientras la furia del agua azotaba todo lo que se cruzaba en su camino.
Los dolores le calaban en los huesos, la noche parecía interminable y el miedo comenzaba a consumirla. En ese momento, Sor Severa se encomendó a su amado Cristo. La tormenta, lejos de aminorar, arreció con violencia pero justo en ese instante tocaron a su puerta.
Al principio hizo caso omiso. Pensó que era su imaginación. Pero de nuevo volvieron a tocar en su puerta de madera. Eran sonidos muy ligeros, apenas perceptibles. Con grandes trabajos, se levantó y, con pasos pesados, avanzó decidida. Lo que encontró la impresionó hasta el extremo: un pordiosero se encontraba allí, con su cuerpo flaco, casi desnudo, y su mirada hundida por el hambre. No hubo necesidad de que alguno de los dos dijera nada. La mujer se dirigió a su mesa y tomó un pedazo de pan. Lo remojó en agua y aceite y se lo dio. Después, le echó en los hombros un rebozo de lana. Entonces se miraron a los ojos y sor Severa cayó muerta al instante. A la mañana siguiente, las religiosas encontraron el cuerpo de su hermana con una dulce sonrisa colgada de los labios. Olía a rosas y estaba profundamente quieta. Mientras tanto, en el Templo de Santa Catalina, el encargado del lugar encontró el rebozo de Sor Severa sobre los hombros de la estatua del Cristo ensangrentado.
La historia se difundió y la veneración de la imagen se hizo popular, hasta que las Leyes de Reforma obligaron a las hermanas a abandonar el lugar. El Templo de Santa Catalina, ubicado en la calle de República de Argentina, fue donado a un culto protestante, en tanto que la figura de El Señor del Rebozo –como ya era conocida– se escondió de casa en casa.
Finalmente, cuando las aguas anticlericales se calmaron, la imagen fue llevada al Templo de Santo Domingo, donde se encuentra hasta nuestros días, rodeada de coloridos rebozos que sus fieles le regalan como ofrenda.